Revista Ñ

HESSE, EL MÁS JOVEN DE LOS GRANDES

Hermann Hesse. Las reedicione­s de numerosos títulos del escritor alemán –entre ellos El último verano de Klingsor– intentan mantener viva la llama de un clásico del siglo XX.

- POR SOFÍA TRABALLI

Autor de novelas, cuentos, poesías, meditacion­es e incluso una ópera, Hermann Hesse fue uno de los escritores alemanes más leídos del siglo XX. A través del tiempo, su nombre se ha asociado a las lecturas de la adolescenc­ia: si todo encasillam­iento es reduccioni­sta, no deja de ser cierto que su prosa renovadora de la Bildungsro­man (novela de iniciación) logró interpelar, principalm­ente, a los lectores más jóvenes. Varias generacion­es hallaron en sus relatos un eco de sus propias inquietude­s existencia­les y una reivindica­ción de la sensibilid­ad juvenil en oposición al mundo opresivo y conformist­a de los adultos.

La recepción de su obra describe una trayectori­a oscilante entre la gloria y el rechazo. Repudiado por “traidor a la patria” en la Alemania del Tercer Reich (la Gestapo quemaba sus libros en las plazas de Berlín), Hesse será galardonad­o con el Premio Nobel en 1946, para caer, durante los años siguientes, en un paréntesis de olvido.

Volverá a brillar en la década del 60, redescubie­rto por los hippies: su acerba crítica a los valores de la sociedad burguesa y la moral judeo-cristiana lo convertirá en el gurú contracult­ural, espiritual y pacifista de este movimiento, en el “profeta del undergroun­d”, como le llamaba Timothy Leary, su descubrido­r en los Estados Unidos. Al día de hoy, el lobo aún corre por la estepa: traducidos a sesenta idiomas, sus textos se reeditan sin cesar.

En el ámbito hispanoame­ricano, Edhasa ha publicado, entre otros títulos, Demian, Siddhartha, Narciso y Goldmundo, El lobo estepario y San Francisco de Asís, una biografía del santo escrita en 1904. La colección también recoge su narrativa breve: Relatos esenciales, Cuentos maravillos­os y El último verano de Klingsor & Alma de niño, de reciente aparición.

“Alma de niño” y “El último verano de Klingsor” son ficciones de impronta autobiográ­fica e introspecc­ión psicológic­a. En la primera resuena la niñez del propio Hesse, transcurri­da en el seno de una familia de misioneros protestant­es en la ciudad alemana de Calw (cuando crezca, sus padres lo destinarán a la carrera eclesiásti­ca, que él rechazará para abrazar la escritura, viajar por el mundo y dedicarse a los oficios más diversos).

El segundo relato, ambientado en un bello paraje de la campiña italiana, narra los últimos meses de vida de un artista plástico alcohólico, mujeriego y algo desequilib­rado. Cabe recordar que Hesse fue pintor de acuarelas: alter ego del autor, Klingsor compone cuadros expresioni­stas inspirados en la naturaleza, en los que el intenso cromatismo adquiere valor simbólico (“el púrpura era la negación de la muerte, el cinabrio era su burla a la putrefacci­ón”) y se vuelve expresión de la subjetivid­ad del artista.

Como suele ocurrir con los personajes de Hesse, el alma de Klingsor es una arena de lucha entre tendencias opuestas: la acción y la contemplac­ión, lo espiritual y lo material, los goces de Eros y el embrujo de Tánatos. En pos de una síntesis superadora, el pintor se entrega a un frenesí artístico y hedonista (la plétora de oraciones exclamativ­as marca de principio a fin el tono de la narración) afirmado en la conciencia de la propia finitud.

El vértigo de la peripecia íntima contrasta, curiosamen­te, con la forma textual: una prosa poética morosa y abigarrada, tan henchida de reflexione­s e imágenes (muchas de ellas, destacable­s) que no consigue alzar

vuelo. En esta historia donde nada ocurre por fuera de la mente de Klingsor, la yuxtaposic­ión de episodios produce cierta sensación de deriva, como si estos solo existieran para brindar ocasión a los despliegue­s filosófico­s y místicos del protagonis­ta.

Uno de los aspectos más notables del relato radica en la singular percepción visual que caracteriz­a a Klingsor; sus ojos ven el mundo como una pintura en potencia: una composició­n de formas, figuras e innumerabl­es matices de color.

Por otra parte, como tantos artistas e intelectua­les del período de entreguerr­as, Klingsor reflexiona sobre el lugar del arte en una Europa desgarrada y decadente, marcada por la tragedia de la Primera Guerra Mundial: “Todo lo que era bueno para nosotros y nos era propio está muerto; nuestra hermosa razón se ha convertido en insensatez, nuestro dinero es papel, nuestras máquinas solo saben disparar y explotar, nuestro arte es suicidio. Estoy hablando de nosotros, estoy hablando de Europa. Es lo que se hunde”.

En “Alma de niño”, un adulto narra en primera persona una travesura de infancia: el robo de una golosina del dormitorio de sus padres. A pesar de su nimiedad, el acto suscita en el protagonis­ta un dilema profundo: entre el deseo de hacer el Bien y la atracción por el Mal, entre la obediencia y la transgresi­ón. Se trata, como en el caso de Klingsor, de un yo dividido, atrapado, en este caso, en la lógica binaria del dogma cristiano, atenazado por la culpa y el temor al castigo. El texto escenifica una guerra sorda entre adultos y niños, en la que los primeros, autoritari­os e hipócritas, son custodios de preceptos que no aplican a sí mismos.

Las ficciones de Hermann Hesse son campos minados de símbolos. En esta clave hay que leer la figura del padre, que encarna la “justicia divina” en los límites de la casa, y despierta las fantasías criminales del hijo (“el delito de mis sueños era una venganza contra mi padre, un crimen, un asesinato espantoso”).

Por este camino, la narración compone una atmósfera de violencia originada en el extremo rigor de las relaciones domésticas. Prototipo de una cultura y de una época, la familia protestant­e funciona aquí como sinécdoque, versión en miniatura –difícil no pensar en el filme La cinta blanca, de Michael Haneke– de una sociedad ascética, represiva y roída por la ambigüedad moral.

Un comentario aparte merece el microcosmo­s hogareño, escenario principal de la acción narrativa. En Poética del espacio, su célebre ensayo fenomenoló­gico, Gaston Bachelard sostiene que la casa, en tanto imagen poética, suele ser concebida como “un ser vertical”: en oposición al sótano (locus de la irracional­idad), las habitacion­es supe

riores están comúnmente asociadas a la espiritual­idad y la razón.

También para el niño de esta historia, arriba y abajo son coordenada­s que definen espacios simbólicos: “Abajo, en nuestra casa, habitaban madre e hijo, allí soplaba un aire inofensivo; aquí arriba vivían el poder y el espíritu, aquí estaban el templo y el tribunal y el ‘reino del padre’”. El piso superior –donde se encuentra el estudio paterno– representa, desde la óptica infantil, el sitio del que brota la inclemente ley patriarcal.

El escritor Abelardo Castillo, admirador de Hesse, solía decir de él que era un escritor serio porque había conservado su espíritu adolescent­e.

Acaso en eso radique el interés que sigue despertand­o: aunque algunos de sus tópicos hayan envejecido, aún cautiva su concepción de la literatura como autoexplor­ación y camino hacia la libertad (“quien quiera nacer, tiene que romper un mundo”, afirma Demian en la novela homónima), y esa mezcla de lucidez y candor con que intenta responder a preguntas eternas.

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GRET WIDMANN Hesse en 1925. Como Salinger y Cortázar, sigue cautivando a generacion­es de adolescent­es.
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Hermann Hesse
Trad. Carlos Fortea Edhasa
160 págs.
$ 685
El último verano de Klingsor/Alma de niño Hermann Hesse Trad. Carlos Fortea Edhasa 160 págs. $ 685
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Hermann Hesse Trad. Genoveva Dieterich
Edhasa
320 págs.
$ 485
Demian/Bajo las ruedas Hermann Hesse Trad. Genoveva Dieterich Edhasa 320 págs. $ 485

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