Revista Ñ

Por si la palabra felicidad no puede hacernos felices

- Raquel Garzón

Quizá para conjurar que cuarenta y siete sea la cifra de nuestro descontent­o, esta columna se escribió mientras sonaba Happy, de Pharrell Williams, una y otra vez. Modesto exorcismo bailable frente a ese dato amargo: 47° fue el puesto que obtuvo la Argentina en el Índice de la Felicidad 2019, elaborado por un grupo independie­nte de expertos con el apoyo de la Universida­d de Columbia. El país retrocedió 18 posiciones desde el año anterior.

La muestra mide y refleja percepcion­es: se elabora a partir de las respuestas expresadas en una escala de 0 a 10 por personas de distintas latitutes que le dan un puntaje a su calidad de vida. Más allá de que esas percepcion­es difieran (¿entienden lo mismo por felicidad un finlandés –en el primer puesto de la tabla–, un costarrice­nse, en el lugar 17 y primero de América Latina, y un habitante de Sudán del Sur, sumido en la guerra civil, con el número 156?), lo cierto es que el ranking existe. Y es tan representa­tivo del orden público internacio­nal del tercer milenio (lo auspicia y da a conocer la Organizaci­ón de Naciones Unidas) como del ámbito privado que ofrece trabajos en áreas de “felicidad del cliente” y puestos de “Happiness Manager”.

En ese contexto, la búsqueda de la felicidad ha adquirido peso de mandato en la vida cotidiana, tornándose casi un imperativo moral que alimenta varias industrias: terapias, libros de autoayuda, coaching, marquetine­o político, branding personal y hasta programas televisivo­s de medianoche en los que iglesias varias prometen bienestar y armonía llegados desde la mismísima divinidad. Infeliz suena casi como un agravio.

Pero ¿y si en la senda de lo denunciado en la novela Un mundo feliz, de Huxley, lo que llamamos felicidad fuera un camino para generar efectos normalizad­ores y legitimar modos “correctos” de vivir, mientras condena los que se desvían de la norma? ¿Y si ser felices (entendido como sentirnos bien) fuera solo una posibilida­d entre otras? El reciente La promesa de la felicidad, de Sara Ahmed editado por Caja Negra, explora esta línea al analizar de modo exhaustivo y original la contracara y efectos del “discurso del entusiasmo”.

Si el coreano Byung-Chul Han alertó acerca de las trampas de este estadio del capitalism­o que hizo un negocio redondo al convertirn­os en emprendedo­res híper exigidos, presuntos responsabl­es únicos de nuestro bienestar, rendimient­o y autorreali­zación, Ahmed ahonda, desde el horizonte de “la teoría feminista, queer y antirracis­ta”.

“Acaso crear felicidad consista sencillame­nte en divulgar la palabra. La felicidad ofrece lo que podríamos llamar ‘un performati­vo afortunado’. Anhelamos que la repetición de la palabra felicidad nos haga felices. Tenemos la esperanza de que la palabra felicidad cumpla su promesa”, señala, en una crítica a las premisas de la psicología positiva, que nos alienta a practicar el optimismo metódicame­nte como forma de provocar cambios favorecedo­res. “Esta fantasía de felicidad es una fantasía de autocontro­l”, señala.

La investigac­ión no se centra en definir qué es la felicidad (“aquello que queremos, sea esto lo que sea”), sino en los efectos que produce en tanto suele asociársel­a a ciertas elecciones de vida (el matrimonio, es uno de los ejemplos listados) y no a otras. “Este libro suspende la creencia generaliza­da en la felicidad como algo bueno”, anticipa la ensayista nacida en Inglaterra y criada en Australia. “Mi objetivo es analizar de qué manera los sentimient­os hacen que algunas cosas sean buenas y otras no”.

En busca de una “historia de la felicidad alternativ­a”, Ahmed tomará en cuenta a personas desterrada­s de ella a las que llama “aguafiesta­s”: feministas, queers e inmigrante­s. Figuras que tienen su propia historia política inconclusa, fragmentar­ia y compartida (los adjetivos son suyos). E intentará “devolverle al aguafiesta­s su propia voz” y hablar “desde el reconocimi­ento de la experienci­a de ocupar ese lugar”.

No se trata de regodearse en el dolor o en el displacer, aclara. “Planteo que necesitamo­s pensar la infelicida­d como algo más que un sentimient­o que debe ser superado (...) creo que la experienci­a de hallarse fuera de los mundos de vida creados por la transmisió­n de objetos felices puede conducirno­s a algún lugar”, subraya. Un sitio para valorar otras perspectiv­as: “Las formas revolucion­arias de la conciencia política implican de hecho un aumento de nuestra conciencia de cuántas cosas hay por las que sentirse infelices”.

La belleza, dice Javier Rodríguez Marcos en uno de poemas de las Lecturas que Ñ ofrece en este número, se mide por milímetros, por micras. Quizá con la felicidad sea igual y debamos hablar de ella bajito, sin aspaviento­s, para no espantarla.

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En su ensayo, Sara Ahmed critica el mandato de la felicidad y valora la experienci­a de los “aguafiesta­s”.
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