El español a la mesa del banquete
Polémica. El ensayista y crítico mexicano analiza cómo circula la literatura latinoamericana en nuestros países y cómo da batalla en la arena internacional.
Deben de ser pocos los peninsulares que actualmente se ofenden al escuchar que, de no ser por nuestra América, el castellano sería solo la linajuda lengua de un pequeño país europeo.
El español, a diferencia de otras lenguas –el alemán nada menos– tuvo la fortuna de extenderse y florecer en otras tierras, otros ámbitos y ser, hoy día, una de las lenguas más habladas en el planeta. Pasaron los tiempos –me parece que el antes y después fue la aparición de Sergio Pitol en Anagrama– en que los autores latinoamericanos debían volver “castizos” sus textos y poner “vaqueros” donde decían “jeans” para publicar en España. Esa manera de sumisión colonial, no solo era ridícula sino extemporánea.
Ello supone una enorme responsabilidad para los críticos literarios porque, estando en extinción las literaturas nacionales diseñadas en el siglo XIX, buena parte de la literatura mundial se escribe en español. Más aún, la llamada “globalización” que no es la primera ni la única en la historia literaria, convierte a cada lector y a cada escritor en “receptor” de contenidos similares y en “productor”, aun en contra de su voluntad, si es que es un nacionalista involuntario o pertinaz, de una formación intelectual bastante similar en Bogotá, Los Ángeles, Córdoba (la de la Argentina como la española), Ciudad de México, Santiago de Chile o Asunción.
Las diferencias formativas o electivas entre un joven escritor de cualquiera de estas ciudades son actualmente mínimas. Todos estamos conectados a la misma red. Escribirá en un español distinto, pero cada vez menos, al de su colega venezolano, peruano o guatemalteco. Diferencias idiomáticas, tonales, temperamentales, las cuales no solo sobreviven, sino deben sobrevivir y a veces son más notorias en la poesía que en la narrativa donde el autor tiende, salvo excepciones, a normalizar su español. La historia que tendrá detrás será distinta, pero no tanto y si logra salir, al editar, del mercado local, se convertirá en un ciudadano más de la literatura mundial, para la cual, además, las letras hispano–americanas (incluyo el guion como lo hacía José Gaos, queriendo decir, letras de España y de América), ya no está de moda, lo cual, para mí, es una buena noticia.
Aquello deseado por Alfonso Reyes, Arturo Uslar Pietri y Octavio Paz, la de vernos sentados a la mesa de la civilización, ya ocurrió. Primero ocupó ese lugar Rubén Darío, ante el escándalo de los Juan Valera y de la gente del 98, que acabó por cultivar un modernismo de tono menor. Luego, Barcelona se convirtió, a fines de los años sesenta, en la capital de la literatura de esta orilla del Atlántico y el Boom solo confirmó comercialmente que, teniendo como antecedentes a María Luisa Bombal, a Vallejo, a Huidobro, a Neruda, a Onetti, a Rulfo y a Borges, nuestras letras podían ser no solo modernas, sino mundiales. Nuestra presencia en el banquete no es ninguna novedad y no debemos esperar más festejos y acurrumacos que el resto de los comensales.
Tendremos años malos y otros no tanto y la atención de los profesores podrá irse hacia lo que están escribiendo las mujeres en Noruega o hacia alguna etnia sometida entre las ruinas del imperio soviético. Pero eso ni nos da ni nos quita. Siempre pongo el ejemplo de la literatura francesa, la más importante de todas las literaturas según admitió el nada afrancesado Borges. Que su último gran novelista haya sido Céline, fallecido en 1961 o sea Julien Gracq, muerto casi centenario en 2007, no los atormenta. Saben o presienten que tienen otro Proust en su porvenir. Yo no creo en la Decadencia, sino en los ciclos predicados por Vico o Kant. Que un meteoro inesperado como Roberto Bolaño haya muerto antes que un homérida como Gabriel García Márquez dice mucho sobre nuestra vitalidad.
No es fácil, sin duda, transitar de la literatura nacional a la mundial. Antes que ello, hablando solo del español, los monopolios de la edición, que ya ni siquiera tienen a sus verdaderos dueños en Madrid o Barcelona, parcelan adrede el mercado editorial en América Latina. Esa cerrazón conviene a los grandes editores. No es fácil, ni para el editor amigo, conseguir obra de su sello publicada por su propia franquicia en otro país.
Contra ello solo procede seguir el ejemplo de los poetas (tan a menudo excluidos de consideraciones de esta naturaleza como si la prosa narrativa, por ser más comercial, mereciera mayores miramientos que el verso en todas sus variantes), los cuales se las ingenian para leerse de un país y a otro y lo hacen muy bien desde los tiempos de Darío, antes de Internet.
Otra amenaza proviene del populismo en el poder, que considera que no basta con abaratar –lo cual siempre se agradece– los libros producidos por el Estado – donde ello ocurre, como en México– sino en rebajar el nivel intelectual de catálogos diseñados para los universitarios (quienes son aquellos que deberían leer pero no lo hacen, como lo dijo en su día Gabriel Zaid) imprimiendo octavillas de consumo popular. Vasconcelos soñaba con los campesinos leyendo a Homero y por eso lo editó. Prefiero ese sueño a ver reimpresa la folletería estalinista, dizque didáctica.
Por ello el lector ejemplar debe invertir, siempre, antes que en las novedades, en el libro viejo y apostar por los sellos independientes. Unos y otros se han beneficiado del comercio internacional de libros a través de la red, nunca tan activo ni tan accesible como en nuestro siglo XXI. También está el imperio de la lengua franca. Lo que se traduce al inglés –y los editores estadounidenses e ingleses son de los que menos traducen– goza, de entrada, de una ventaja mediática, no necesariamente literaria.
Por ello, para el autor traducido a esa lengua, si fracasa, nunca hay una segunda oportunidad y la recuperación de clásicos de otras lenguas, en Nueva York o Londres, a veces da ternura por su proceder tan parsimonioso. Se tardan hasta décadas en traducir a un autor francés o italiano bien conocido en Buenos Aires o en la Ciudad de México desde los años treinta de la centuria anterior. Es deseable ser traducido a cualquier lengua y al inglés en primer término –así nos lo dicta la realidad– pero ello no necesariamente es prueba de excelencia.