Revista Ñ

Mil copas sin beber

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“Había dado comienzo un apasionado y veloz verano. Los ardientes días, por largos que fueran, se consumían cual banderas en llamas, a las cortas y bochornosa­s noches de luna les seguían cortas y bochornosa­s noches de lluvia, rápidas como sueños y repletas de imágenes, las luminosas semanas se marchaban, febriles.

Pasada la medianoche, de regreso de un paseo nocturno, Klingsor estaba en el estrecho balcón de piedra de su cuarto de trabajo (…). En las granjas avícolas gritaba de repente un pavo real, dos, tres veces, y rasgaba la noche boscosa con el sonido breve, áspero e irritado de su atormentad­a voz, como si el dolor de todo el mundo animal resonara en su fondo, tosco y chillón. La luz de las estrellas inundaba el valle; alta y abandonada, una capilla blanca miraba desde el bosque interminab­le, antigua y hechizada. Mar, montañas y cielo se confundían a lo lejos.

Klingsor estaba en el balcón, en camisa, con los brazos desnudos apoyados en la baranda de hierro, y leía, a medias enojado, con ojos ardorosos, la escritura trazada por las estrellas en el pálido cielo y por las suaves luces sobre la negra y grumosa nubosidad de los árboles.

El pavo real le traía recuerdos. Sí, volvía a ser de noche, tarde, y en realidad era hora de irse a dormir, a toda costa, a cualquier precio. Quizá si uno durmiera de verdad una serie de noches, si durmiera bien seis u ocho horas, podría recuperars­e, los ojos volverían a tener paciencia y a obedecer, y el corazón se calmaría, y las sienes dejarían de doler.

¡Pero entonces el verano habría pasado, ese loco y palpitante sueño de verano, y con él se habrían vertido mil copas sin beber, se habrían roto mil miradas de amor no divisadas, se habrían extinguido sin ser vistas un millar de imágenes irrecupera­bles!”.

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