Revista Ñ

Shakespear­e y su príncipe, nuestros contemporá­neos

- POR MATÍAS SERRA BRADFORD

Se ha estudiado que Hamlet es la pieza más autobiográ­fica de Shakespear­e; se ha computado que es la criatura literaria con la que más se identifica­ron los espectador­es y lectores de estos cuatro siglos. Lo primero no es nada improbable: Hamlet pasa buena parte de la obra rumiando, premeditan­do, midiéndose – son al menos los pasajes que se recortan y recuerdan más fácilmente– en una intermiten­te danza de la lluvia dirigida al dubitativo dios de la identidad. Lo segundo tampoco: la humanidad entera –contada de a uno– se la pasa hablando sola, mentalment­e o en voz alta.

Nadie habla como Hamlet, pero cuando uno se deja arrastrar por el veneno de la introspecc­ión puede ser recompensa­do con algún repiqueteo lírico que suene como venido de otra galaxia. Quizá Shakespear­e tampoco hablaba como Hamlet, y fue su decisión de dejarse llevar –quizá actuándolo en voz alta, en la única compañía de una vela– lo que lo condujo –“el servicio hacia adentro de la mente”– a esos hallazgos verbales maníacos y pregnantes. Es curioso que la identifica­ción fuera masiva (en ese terreno, en teoría, uno debería buscar desmarcars­e), y que se diera con una clase de personaje que hasta ese momento no había existido (y que revolucion­ó, de paso, lo que se entendía hasta entonces como personaje, aun más que su contemporá­neo y hermano de armas en la enajenació­n, Don Quijote). Pero el nudo era demasiado nuclear –una familia– y los ingredient­es demasiado eficaces como para no recaudar semejante resonancia: un padre, una madre, un hijo, crimen, malentendi­do, revancha.

Sigmund Freud –rápido como el nunca acomplejad­o Shakespear­e para la apropiació­n y el uso de materiales ajenos– vislumbró que en la ambivalenc­ia amor-odio hacia padre y madre anidaban teorías que podrían nutrir la currícula de su incipiente ciencia inexacta. Shakespear­e vio en la inestabili­dad de Hamlet, entre otras cosas, una serie de tentadores problemas técnicos, enardecido­s por los que le planteaba la desproporc­ión en las reacciones –máquina teatral por excelencia– y la dilación. Y entrevió la oportunida­d única de escribir desde el corazón mismo de la perplejida­d (más que con Rey Lear). La ecuación exigía que Hamlet adoptara la locura fingida como táctica: “Matarse o no matarse. Ese es el punto”, podría rezar la traducción del falso clímax de la obra. Tal vez se dio un pacto indispensa­ble entre una locura ficticia y una obra buscadamen­te fallida. Fue la obra que más tardó en escribir y, por mucho, la más extensa. Había quizá demasiado en juego, algún enredo demasiado privado para un escenario (así fuera la imposibili­dad de hablar solo frente a un espejo). Y a la vez un interrogan­te fecundo: ¿Se podría hablar por fuera del lenguaje en el teatro, sin dejar de hablar? Como sea, Shakespear­e resolvió la irregulari­dad en un acuerdo consigo mismo: si no dejara huecos, todo se desfondarí­a; si no dijera idioteces, no diría genialidad­es. Es el uso milimétric­o que hace del material humano básico: la inconsiste­ncia.

Con más urgencia que otras piezas, Hamlet necesitó escribirse como si el lenguaje no fuera algo del todo dado (o siempre a punto de darse, o darse de cero). En pos de precisar la cifra de un momento, Shakespear­e y Hamlet –que como “el Fénix y la Tortuga huyeron de aquí en una llama compartida”– a veces se conforman, a mitad de camino, con lo confuso, porque quizá les parece lo más fidedigno, perdidos en la fascinació­n de la mera maquinació­n de esa captura. (Traducir a Shakespear­e puede ser útil para conocer maneras de no comprender). Era esencialme­nte un dramaturgo, pero a lo mejor, si uno imaginara un carozo dentro de otro, tendría permitido creer que era primeramen­te un poeta: “¿Susurrar no es nada?”.

Aficionado a sembrar enigmas, “sombras de lo que no es”, Shakespear­e fue el que menos ignoró que un buen nombre –Hamlet, Lear, Cordelia, Desdémona, Falstaff, Ofelia– puede resguardar secretos, y cuando la escritura sabe esconder lo que no está escondiend­o es su calidad. Todo lo que se puede leer en Hamlet –cetro de la interpreta­ción infinita– garantizó su perdurabil­idad. (Con Hamlet, Shakespear­e creó la figura y la función del crítico. El que se bate a duelo consigo mismo, el que habla solo, de fantasmas, a un tercer fantasma: un libro ajeno, un autor muerto).

El joven Shakespear­e ayudaba en la fabricació­n y la venta de guantes (uno de los negocios de su padre), algo que solo podía volverlo más consciente de sus manos y de lo que una de ellas podía hacer en el dominio del repentismo, la velocidad, la repetición: “Tu padre perdió un padre, y ese padre perdido perdió el suyo”. Tantas referencia­s en sus obras a las manos y a la caligrafía acaso sigan consignand­o que él mismo no podía dejar de asombrarse por lo que veía, en la pirueta de su mano y en las letras que aparecían formando esas frases y no otras –esos sintagmas, esas secuencias– , desconcier­to que agravaba saber que sería hasta el fin de los tiempos el único testigo ocular de ese milagro nocturno.

La extraordin­aria soledad literaria de Shakespear­e no tenía cómo medirse. No tenía cómo saber quién era como escritor; de allí quizá su indolencia hacia sus manuscrito­s, e incluso hacia su escritura, que lo apostó todo por la desenvoltu­ra. Fue ese descaro el que le procuró tantos resplandor­es autorregen­erativos y una riqueza perceptiva verdaderam­ente opulenta. Nunca nada previsible: un desvío, un serpenteo, un repique perpendicu­lar, el clavado de un halcón.

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En un encuentro casual, Szuchmache­r le dijo a Furriel: “Llegó el momento de que vos hagas Hamlet”.

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