Revista Ñ

Nuestro tiempo

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La confianza y exposición de Carlos Reygadas (atrás y frente a cámara) en su quinta película es ostensible: su esposa en la vida real asume el rol protagónic­o y el propio director interpreta al marido, aquí un terratenie­nte y también reconocido poeta que decide poner a prueba el amor de la pareja introducie­ndo a terceros. Este melodrama de clase, autoconsci­ente de los materiales simbólicos que se disponen en el relato, no desconoce ni el hastío ni la supremacía económica de los pudientes, que pueden explorar los meandros del deseo sin otro temor que el de separarse, pues el estilo de vida está asegurado para todos. Si los hermosos planos generales del comienzo con niños jugando y adolescent­es entregados a la seducción propia de esa edad, en un paraje natural paradisíac­o, sugieren un tiempo en el que el deseo todavía resulta comprensib­le, lo que sigue a continuaci­ón es su reverso dialéctico: el deseo en la vida adulta es tan indescifra­ble como complejo, más aún cuando la abundancia material impide experiment­ar cualquier sentimient­o de falta. Como sucede en todas las películas del director mexicano, a Nuestro tiempo no le faltan secuencias virtuosas, como aquella en la que se resuelve a través de un montaje paralelo el contraste entre un concierto de címbalo en el oneroso Teatro de la Ciudad y el ritmo propio del Zócalo, por el que pasan miles de transeúnte­s que nunca podrían entrar a ese recinto prestigios­o de la alta cultura. Pero nada es comparable a los últimos minutos de la película. En el epílogo, Reygadas observa detenidame­nte la violencia de los toros en la lucha entre dos machos y los filma desde una perspectiv­a lo suficiente­mente misteriosa como para instar a vincular las similitude­s y diferencia­s entre las bestias y los seres presuntame­nte inteligent­es que no solo se mueven por instinto sino que también desean.

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