Revista Ñ

UN OJO IRÓNICO Y SUTIL RECORRE BUENOS AIRES

Jorge Aguirre. Se exhiben en FoLa 120 imágenes de la vida cotidiana de los porteños que el fotógrafo tomó entre 1957 y 1993: una mirada agridulce y con cierta nostalgia sobre una ciudad que ya no existe.

- POR JULIA NAVARRO

Probableme­nte ha subido a la terraza a tender o juntar la ropa limpia y cree que está sola. Entonces se entrega. Ajena a esos juegos que las sombras dibujan sobre su piel o sobre el suelo, su rostro expresa el breve placer de los cinco minutos robados a la rutina, de cara al sol. Es un ama de casa pero parece una santa en estado de éxtasis. Y su estado de éxtasis proviene de una intimidad breve y repentina que ha logrado intercalar entre las tareas domésticas. En eso radica la belleza de esta foto: más allá de las sombras y del singular encuadre que logra el extraño efecto de que ninguna ortogonal sea realmente un ángulo recto, el mayor de los aciertos de Jorge Aguirre, el hombre detrás de la lente que mira a la mujer de ojos cerrados, es no interferir en esa intimidad modesta que ella ha creado y que ahora alcanza todo el espacio de ese instante. Es una suerte de plasticida­d, o de gimnasia, la que confiere al fotógrafo la capacidad de ubicarse siempre en un lugar privilegia­do para ver. Una gimnasia que Aguirre parecía tener muy entrenada, como bien demuestra Antología, la exhibición dedicada a este fotógrafo que puede verse en FoLa (Fototeca Latinoamer­icana).

Curada por Ataúlfo Pérez Aznar, la muestra es cuantiosa y puede resultar, al primer golpe de ojo, un poco apabullant­e. Todas en blanco y negro, las fotografía­s de Aguirre abarcan un lapso espacial y temporal vasto, aunque precisamen­te acotado: los años que van desde 1957 a 1993; los no demasiado estrechos márgenes de la ciudad de Buenos Aires (dicen que decía que para él sus límites eran las avenidas Belgrano y Callao, hacia el río), aunque con algunas licencias –pocas, en la muestra– como al respecto son algunas fotografía­s tomadas en el interior del país. Dentro de esos límites, Aguirre desplegó un universo que mostró en vida pocas veces, acaso como un modo de resguardar­lo de la constante circulació­n de imágenes a la que lo tenía acostumbra­do su trabajo como fotorrepor­tero.

Pero basta comenzar el recorrido por la sala para que cualquier sensación de exceso se disipe de nuestra mirada. Las imágenes no obedecen a cronología­s ni temas. En su lugar, se da una suerte de disposició­n orgánica que nos lleva por las fotos de las narices. Y en el mano a mano con cada una de las escenas, la gracia, la sencillez y la fina ironía de Aguirre termina ganándonos el ojo.

Un hombre ubicado detrás de una vidriera parece tener por cabeza un reloj gigante, y el monumento ecuestre de San Martín termina señalando, con su gesto heroico (y por obra y gracia de la ausencia de profundida­d de campo) la publicidad de las legendaria­s máquinas Olivetti. La gracia de Aguirre es sutil, como una risa bajita que solo en apariencia resulta inocente. Cierto espíritu surrealist­a sobrevuela en las imágenes (¿o acaso no podría haber también definido, el conde de Lautrémont, la belleza surrealist­a como el azaroso encuentro de un revolucion­ario a caballo y una máquina de escribir, en una ciudad sitiada de rascacielo­s?) pero en el caso de Aguirre, el azaroso encuentro de las situacione­s más aparenteme­nte disímiles, no obedece ni a un arrebato del inconscien­te ni a las manipulaci­ones del montaje, sino a la más ordinaria de las realidades, que la mayoría de las veces suele ser, si uno mira bien y se toma su tiempo, más extraña que la ficción.

Nacido a finales de la década del 20, Aguirre pertenece a una suerte de generación intermedia, dentro de la historia de la foto

grafía argentina: aquella que articula la herencia vanguardis­ta de fotógrafos como Grete Stern, Horacio Coppola o George Friedman, que miraron la ciudad con ojos modernos y extrañados (y por estos días también disfrutan de muestra propia en el Malba), con el modo distinto de mirar el espacio urbano y sus habitantes –un modo exento de utopías– que encarnaron los fotógrafos más jóvenes como Juan Travnik, Adriana Lestido y el propio Pérez Aznar, curador de esta Antología.

Aguirre había estudiado dibujo, grabado e historia del arte con el suizo Clement Moreau y había pasado por la carrera univer sitaria de Ciencias Económicas cuando principios de los 50 comenzó a trabajar co mo reportero gráfico. A partir de ese mo mento,l colaboró con los más diversos me dios –desde Siete días hasta Para Ti–. Y s bien, como queda claro en la muestra de Fo

La, no le interesaba que se mezclara su trabajo personal con el profesiona­l (entendible gesto de preservaci­ón del deseo, común a muchos de los que hacen de las herramient­as de su arte, también su fuente de superviven­cia) supo capitaliza­r de modo efectivo la singular destreza que solo el apremio periodísti­co es capaz de proveernos.

La cifra de sus fotos parece estar dada, entonces, por el lugar en el que el fotógrafo se ubica. Su recurso es tan sencillo y espontáneo que casi olvidamos que hay, antes del gesto de fotografia­r, una voluntad activa, acérrima: parece que las fotos se sacaran solas. Sucumbimos ante imágenes como la que muestra la fachada del Museo de Arte Moderno prácticame­nte tapada por las bolsas de basura, o aquella otra en la que un hombre parece aferrarse a la publicidad de Coca-cola como a un último refugio en un mundo destruido y vuelto escombros. Solo algunos espectador­es, solo al alejarse unos pasos, pensarán en cuántas veces habrá pasado el fotógrafo por esa esquina antes de dar con la imagen, o en cuántas cuadras habrá pateado con la cámara colgada al cuello, hasta que apareciera una de estas escenas como una epifanía. La cantidad justa de bolsas de basura, el gesto apropiado del obrero pensativo aferrándos­e al cartel, el polvo de los escombros de los edificios destruidos como una bruma que confiere a la imagen una melancolía inexistent­e más allá de la foto. Perlitas de ironía posmoderna mucho antes, incluso, de la era posmoderna.

En el mundo de Aguirre los personajes son tanto humanos como esculturas, y el paisaje de fondo son los teatros, las plazas, y los grandes carteles publicitar­ios. Posándose en el punto exacto donde la espacialid­ad se tergiversa y oprime sobre la realidad un tour de force desopilant­e –la respetable estatua de una alegoría griega parece, desde su punto de vista, estar haciendo pis parada; un policía habita una garita que flota en medio del polvo, un par de metros por encima del pavimento–. Las otras grandes protagonis­tas de sus fotos son las construcci­ones y demolicion­es, como si en las calles de Buenos Aires el mundo feliz de las publicidad­es tuviera una dolorosa contracara en la suciedad que traen las ruinas y los escombros.

En la muestra cada imagen despliega una situación determinad­a, y el modo de montarlas en la sala –disponiend­o una foto tras la otra sin dar casi un respiro– resulta, finalmente, un hallazgo. Es que es justamente la reiteració­n de situacione­s, como gags filosos, la que nos permite adentrarno­s en el tono sutil de este fotógrafo, un tono singular, que oscila entre la ingenuidad y el sarcasmo, cuyas paradojas serán capaces de arrancarno­s alguna que otra sonrisa, y dejarnos después pensando, cuando la risa se convierta en mueca.

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“Coca-Cola”. Buenos Aires, 1969.
 ??  ?? “Momia (Di Tella)”. Buenos Aires, 1966.
“Momia (Di Tella)”. Buenos Aires, 1966.
 ??  ?? “Salón de té”. Buenos Aires, 1977.
“Salón de té”. Buenos Aires, 1977.
 ??  ?? “Harrods”. Buenos Aires, 1975.
“Harrods”. Buenos Aires, 1975.
 ??  ?? “El Bajo”. Buenos Aires, 1960.
“El Bajo”. Buenos Aires, 1960.
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“Hombre Reloj”. Buenos Aires, 1962

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