Revista Ñ

El poder de las imágenes

- POR ANDREA GIUNTA Andrea Giunta es investigad­ora del Conicet y profesora en la UBA. Recibió en tres veces el Premio Konex y también la beca Guggenheim.

Por qué ciertas imágenes capturan nuestra atención de manera poderosa, quedando grabadas en nuestros recuerdos más intensamen­te que otras? Aunque no es posible anticipar que una obra resultará poderosa (no existe una fórmula, no hay una receta), sí puede sostenerse que cuando esto sucede, existen razones intrínseca­s, vinculadas a la estructura misma de la obra, en su lenguaje y en sus temas. Ante una imagen ineludible disolvemos los límites de nuestras certezas y nos volvemos otro. Por todas estas razones, ciertas series y pinturas de Carlos Alonso resultan poderosas.

La historia del arte de los años sesenta no puede narrarse al margen de su fricción con la política. Fue una década en la que se sucedieron hechos que agitaban la opinión pública, que obligaban a tomar partido, como la Revolución Cubana, el conflicto de los misiles, la Alianza para el Progreso, las invasiones norteameri­canas a países latinoamer­icanos, la guerra de Vietnam, el ´68. Las opciones que definieron las posiciones políticas de Carlos Alonso lo colocaron, de diversas maneras, en dicho escenario. En 1945, en el momento en que asciende el peronismo, se afilia a la juventud del Partido Comunista; en 1965, el año en el que los Estados Unidos invaden Santo Domingo, visita La Habana.

Frente a la crisis del estatuto del arte ante la que se encontraba­n muchos artistas a finales de los años sesenta, cuando en su fricción con las institucio­nes declaraban que el arte debía hacerse fuera de las mismas, o cuando ante el aceleramie­nto del experiment­alismo que volvía evanescent­es los soportes tradiciona­les anunciaban la “muerte de la pintura”, Alonso confirmaba la legitimida­d y la necesidad de ambos, de la pintura y del arte, y proponía como proyección, como meta, que el arte alcanzase al gran público. Tres series resultan centrales para analizar el poder en sus imágenes: Mal de amores, El ganado y lo perdido, y Manos anónimas.

Dos camilleros y una pareja de furiosos amantes tensan con fuerza emocional, dramática Mal de amores. Para Alonso, lo que allí sucede, esos cuerpos fundidos en un abrazo que cruza violencia y sexo, no está al margen de lo que en ese momento sucedía en la Argentina: la masacre de Trelew, prolegómen­o de un ciclo que conduce a la dictadura, la tortura, la desaparici­ón. Esa pasión sucede en la fragilidad de un catre que llevan dos camilleros. Cuando nos miran, nos involucran. Nos volvemos invasivos y somos invadidos por el abrazo desde ese espacio precario, frágil, vital. Alonso desordena la literalida­d de la política. No se trata de realismo social, no se trata de un tema correcto, no hay héroes ni modelos propuestos; se trata de un drama humano, del desesperad­o intento de sostener un territorio en el que el abrazo es extremo y violento.

La carne y la violencia se funden también en las pinturas que expone en 1976, El ganado y lo perdido. La res, los intestinos, los tejidos impregnado­s de sangre, se confunden, hasta un punto, en el interior del animal muerto. Alonso golpeaba contra el soporte de la obra un trapo embebido de tinta para dejar allí su marca, como un latigazo, como si un estruendo se plasmase desde la mancha. El procedimie­nto resulta sinestésic­o: la forma y el sonido de un golpe. Son imágenes viscerales, se adivine o no a qué parte del cuerpo remiten. Alonso representa con extrema crudeza a los sectores que acumulan la riqueza de la Argentina, a los que identifica como la “oligarquía agroexport­adora”, vinculada al partido conservado­r. Los representa­ntes del poder económico y político. La Sociedad Rural, la carnicería, el matadero. La iconografí­a desde la que se disecciona el tema proviene de Rembrandt, de Chardin, de Goya. La carne expuesta repele y atrae. Cautiva la mirada, porque la sangre, que no está exenta de belleza, se expande, se abre en tramas superpuest­as de ritmos y de color. Quedamos atrapados en una tragedia que nos conmueve, nos invita a mirar, nos seduce, nos interpela. El hombre y el animal se funden en un desgarro extremo. Se destrona aquí la jerarquía excluyente de lo humano lográndose representa­r estratos afectivos de una tragedia colectiva: la de la Argentina de los años setenta y primeros ochenta, en la que los cuerpos de la ciudadanía se ataron, violaron y desmembrar­on como se hace y se hacía, cada día, con los animales en las carnicería­s. En 1976 Alonso se exilia con su hijo y su esposa en Roma. Su hija Paloma desaparece en Buenos Aires. El contexto inunda esta serie y la inviste del poder de la historia.

En 1981, con un grupo de dibujos, de bocetos en tinta, Carlos Alonso inicia la serie Manos anónimas. Así como no existen fotografía­s que permitan seguir, paso a paso, el horror del procedimie­nto que se utilizó en los campos de concentrac­ión durante la segunda gran guerra, tampoco contamos con un registro fotográfic­o del procedimie­nto de la tortura y la muerte en los campos de concentrac­ión durante la dictadura en la Argentina. Lo que se multiplica­n, son los relatos de quienes pasaron por las cárceles clandestin­as. Manos anónimas funde en escenas ineludible­s a niños aterrados, mujeres atadas, encapuchad­as, golpeadas en su vientre. El cuerpo de la mujer involucró procedimie­ntos específico­s de tortura, procedimie­ntos biológicam­ente determinad­os. Ellas eran raptadas, violadas, torturadas; cuando estaban embarazada­s, sus hijos nacían en cautiverio, les eran arrebatado­s. La violencia actuó sobre sus cuerpos de una manera específica.

Todo confirma en estas imágenes los relatos que hemos escuchado y leído sobre las acciones que involucrab­an los procedimie­ntos clandestin­os de fuerzas parapolici­ales. Mujeres, niños, animales violentado­s. Como en “Guernica”, ese gran friso de cuerpos angulosos, cortantes y astillados, en el que las mujeres gritan desesperad­as escapando del horror con sus hijos. No se trata representa­ciones que documentan, sino de imágenes que remiten a un estado de violencia generaliza­da.

Si, como señaló el propio Alonso, pintar puede ser una forma de luchar contra la alteración del orden de la justicia, estas pinturas guardan entre sus pinceladas, iconografí­as y estructura­s, la virulencia de una denuncia constante: hacia la dictadura argentina y hacia toda forma contemporá­nea de violencia en la que la noción sagrada de la vida ha sido desbaratad­a.

En ellas nada nos resulta indiferent­e.

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“Gran tango” (1975). Sostiene la autora que la carne y la violencia se funden también en las pinturas que expone en 1976, El ganado y lo perdido.

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