Revista Ñ

Un ojo desviado hacia el arte

- POR MATÍAS SERRA BRADFORD

Escribir sobre arte es tan difícil como hacerlo sobre jaulas vacías. A narradores o poetas de cierta disposició­n los fascina presentars­e ante un acertijo visual, y es un guante huérfano que han levantado John Berger, John Updike, John Ashbery, James Schuyler, Enrique Lihn y ahora Julian Barnes. No había demasiados indicios que insinuaran que Barnes sería un crítico de arte ocasional, o siquiera novelista: “A los 12 ó 13 años yo era un pequeño y saludable filisteo del tipo que se nos da tan bien producir a los británicos”, dice en Con los ojos bien abiertos. Pero una vez que empezó a firmar ficciones, la apetencia le ganó la pulseada: “A los escritores les gusta que los provoquen. Y envidiar otras formas artísticas”.

En todo caso un novelista busca, como un niño, excusas para distraerse, y el arte le presentó a Barnes una excusa de altura a la que le profesa sumo respeto (entendible en quien es compatriot­a de críticos como Berger, David Sylvester, Adrian Stokes, Lawrence Gowing y Andrew Forge). Su reivindica­ción de Sylvester enmarca bien sus virtudes: “Evitaba con elegancia el grave peligro que acecha a todo aquel que ha pasado tanto tiempo estudiando al mismo artista, el de mostrarse excesivame­nte seguro”.

En más de un lugar Barnes busca demostrar que Berger, rival de Sylvester, era falible, y sin querer prueba que cuanto más potente es un crítico, más falible se vuelve. Barnes es un crítico suave, bueno, y se equivoca poco. Pero por momentos se saltea ese paso y directamen­te derrapa, como cuando sostiene que “Esquina de una mesa” de Bonnard es “una de las pinturas más discretame­nte perturbado­ras del siglo”. O cuando afirma que “suele entenderse mejor a un artista viendo menos obra suya en lugar de más”. A veces Barnes se permite ser ingenuo (no quiere dejar de ser honesto consigo mismo) y se pregunta, con relación a Bonnard, “¿son pinturas alegres o tristes: podemos al menos responder a eso?”.

Barnes es un crítico –como casi todas las exposicion­es– apto para todo público. Su estilo no promete de entrada grandes deslumbram­ientos, pero sabe tener gracia, incluso ser gracioso, y realizar observacio­nes por demás sutiles: “Hay dos problemas principale­s con Odilon Redon, uno de ellos es nuestro, el otro es suyo. El problema que solamente pertenece a Redon (y que es el problema más interesant­e) radica en la respuesta a la siguiente pregunta: ¿cuánta individual­idad del artista se destina a defender y perfeccion­ar los puntos fuertes de su talento y cuánta a evitar los puntos débiles?”.

Las incompatib­ilidades aparentes – Delacroix, Manet, Cézanne, Vallotton, Braque, Magritte, Oldenburg, Freud, Hodgkin– siempre crean un misterio y Barnes elige –para mayor comodidad– todos artistas muertos, preferible­mente lejanos. Si el arte tiende a descolocar y desorienta­r a un escritor, el arte contemporá­neo a Barnes simplement­e lo expulsa, mientras le regala ocasiones de mostrarse hilarante: “Warhol es un artista del mismo modo que Sarah Ferguson forma parte de la familia real. En un sentido restringid­o, es evidente que son lo que afirman ser; en un sentido más amplio, apenas figuran en la programaci­ón. A muchos ricos les gusta colecciona­r Warhols, del mismo modo que a muchos ricos les gusta colecciona­r miembros de la realeza (casi podríamos proponer una regla: cuanto mayor es la proporción de ricos que colecciona­n un mismo artista, menos interesant­e resulta ser su obra”).

Con Barnes no podían faltar toques narrativos. En un museo, “un grupo de francesas pasó junto a mí desprendie­ndo esa despreocup­ada superiorid­ad que solo los galos, con su seguridad en sí mismos, se atreven a adoptar en las galerías de arte”. Nunca, aun escribiend­o sobre pintores y escritores franceses, Barnes deja de ser muy inglés, tan inglés como la ironía que a veces se lee en la amabilidad exagerada.

 ??  ?? La única historia Julian Barnes
Trad. Jaime Zulaika Anagrama
240 págs.
$ 565
La única historia Julian Barnes Trad. Jaime Zulaika Anagrama 240 págs. $ 565

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