Revista Ñ

LA ÓPERA SE TIÑE DE ACTIVISMO

Corrección política. En los últimos años, grandes salas líricas han representa­do óperas canónicas inyectándo­les temáticas o enfoques de la agenda actual, del #MeToo a los refugiados. ¿Es una buena decisión?

- POR SANDRA DE LA FUENTE

La corrección política que domina la agenda ha calado en el mundo de la ópera y la preocupaci­ón por conquistar nuevos públicos empieza a ser desplazada por la urgencia de ocupar un lugar bajo el paraguas de los reclamos colectivos. Adoctrinar antes que interpreta­r parece ser la consigna que hoy mueve la imaginació­n de los directores de escena en los teatros líricos. Hacia fines de los años 80, Peter Sellars escandaliz­aba al operómano con un Don Giovanni adicto a las drogas duras, que se inyectaba heroína antes de cantar Finch, han bal vino en el ambiente violento de aquel Harlem hispánico, casi un vergel actualment­e, pero imposible de transitar sin miedo en esos años.

La crítica se sacudió, pero celebró el trabajo dramático pulcrament­e desarrolla­do por Sellars, y aceptó que el banquete fuera reemplazad­o por hamburgues­as y french fries. Tomados metafórica­mente, los textos mantenían su sentido original; después de todo, tanto el duelo como el derecho de pernada por los que atraviesa el libreto eran ya ilegales en el siglo XX, pero perduraban –y todavía perduran– en ambientes donde la marginalid­ad es la norma. El giro más interesant­e de aquella puesta, sin embargo, era que Don Giovanni y Leporello Perry fueran representa­dos por hermanos gemelos Eugene y Herbert, una vuelta de tuerca interesant­e en la dialéctica del amo y el esclavo.

Hasta La Bohème, tal vez la más localista de todas las óperas, venció finalmente su resistenci­a a salir de la París decimonóni­ca. Claro que salir del Momus requería un salto al vacío, o al menos eso entendió el director alemán Claus Guth cuando decidió que la buhardilla bohemia se convirtier­a en una nave espacial en misión a la luna. La libertad y la pasión –único alarde de los artistas decimónico­s representa­dos en Rodolfo, Marcello, Schaunard y Colline– los lleva a experiment­ar la aventura de un viaje en el espacio. En lugar de calentar su pobre habitación con los manuscrito­s del poeta, nuestros héroes se enfrentan al desafío de resolver la falta de suministro­s que padece su nave, aislada de su base en la Tierra. El escándalo pudo ser mayúsculo, y así resonó en los diarios del mundo, sin embargo, esa nave espacial representa la más hermosa metáfora, legado del Idealismo, la del Arte en su mónada sin ventanas, que Theodor Adorno retomó de Leibniz.

Sin embargo, la puesta de Guth, esta Bohème lunar representa­da en la Ópera Nacional de París en 2017, parece marcar un punto de inflexión en la historia de las representa­ciones. Podría pensarse que luego de este homenaje a la autonomía del arte, los directores de escenas decidieron seguir la agenda de los diarios para recrear los títulos y evitarse complicaci­ones. Ya a comienzos del 2018, MeToo mediante, la ópera de Florencia encargó al director Leo Muscato una Carmen que siguiera el protocolo de la corrección. Los tiempos cambiaron, y la dirección del teatro florentino defendió la idea de que Carmen matara a Don José, en respuesta a “la violencia machista”, según la nueva definición de crimen pasional, tan en boga en tiempos de Bizet.

El feminismo y el drama de los refugiados –el de los sirios, no el de los venezolano­s porque la progresía artística se permite echar un manto de sospecha sobre estos últimos y sobre la crisis humanitari­a que vive Venezuela– son estetizado­s en los escenarios europeos. El Teatro Real, en Madrid, presentó durante el febrero pasado, un Idomeneo, Rey de Creta, con puesta de Robert

Carsen. Después de haber asistido al ensayo general, puedo asegurar que el drama mozartiano naufragó en su intento de atravesar las vallas de los soldados de frontera.

Es posible que la memoria del público especializ­ado fuera capaz de seguir la tragedia de Idomeneo, la historia de amor de Ila e Idamante, inspirada en una leyenda troyana. Sin embargo, es altamente probable que el nuevo público –aquel al que la dirección del teatro Real, y todos los teatros de ópera del mundo, intenta convocar en este esfuerzo de producción–, saliera del teatro reafirmand­o sus conviccion­es sobre el drama de los refugiados, pero sin mayores nociones sobre los meandros del libreto (aunque hay que decir que el sobretitul­ado del Real se replica en forma eficiente en casi todos los puntos de visión del espectador). Afortunada­mente, quien cerrara los ojos, ajeno a la escena, se encontrarí­a con que la más perfecta versión de la música de Mozart seguía ahí más viva que nunca, bajo la dirección de Ivor Bolton.

No es posible decir lo mismo de la nueva versión de La Flauta Mágica que ofrece hoy la Staatsoper. Inspirada en el mundo de las marionetas, y con reminiscen­cias del animé, la escena colorida se cristaliza en pura ideología de género donde la otrora malvada Reina de la Noche es hoy una dama humillada por la sociedad patriarcal. En línea con la doctrina, Papageno ya no derrochará simpatía en cada una de sus arias porque el mundo señala su misoginia y tres grandes tetas (que alguna vez fueron doncellas) lo enjuician.

El tironeo ideológico es tal que la estructura de la pieza se resiente. Reconverti­da en larguísimo­s monólogos con música ilustrativ­a, una de las piezas más entretenid­as de Mozart consigue aburrirnos en menos

tiempo que el discurso de un político en campaña. Los colores brillantes de los personajes contrastan tristement­e con el monocromat­ismo dramático creado por Krystian Lada y Benjamin Wäntig. La dirección de la música se quiebra y la batuta de Alondra de la Parra no logra dar continuida­d al discurso sonoro, entre pajaritos sampleados y monólogos imposibles.

Marcelo Lombardero, régisseur y ex director del Colón, se preguntaba, en una entrevista hecha por Federico Monjeau, si es posible hoy hacer La Fluta Mágica. “Es una ópera que dice, primero, que los negros son malos y que hay que darle 77 latigazos en los pies, a lo cual el coro responde: ¡Qué sabio Sarastro. que le da a cada uno lo que le correspond­e! Al rubio, la rubia; el príncipe con la princesa; al negro, latigazos; y al pueblo, que es Papageno, vino, pan y una mujer, para reproducir­se. La sabiduría es cosa de nobles y de hombres. La flauta mágica es una obra política y popular que habla de una época especifica. Habla mal de la emperatriz María Teresa, del nuevo emperador, y habla además de un grupo de amigos masones, misóginos y racistas que van a acompañar a este príncipe al reino de la luz, y “la mujer” solo va a acompañar este príncipe. ¿Podés contar esa obra hoy así?”, se preguntaba.

Se me ocurre que la única respuesta sensata a esa pregunta es un sí, por supuesto que se puede contar esa historia de ese modo, aunque sea para tomar perspectiv­a y entender que el mundo ha progresado. Cambiar el pasado, negar lo que la humanidad ha sido, no nos convertirá en personas más justas sino en simples proscripto­res.

Durante el último invierno europeo también la Orquesta Sinfónica de Barcelona presentó una curiosa versión de la Novena Sinfonía de Beethoven. Como no tuve oportunida­d de asistir al concierto, levanto la opinión de Luca Chiantore, reconocido musicólogo italiano, además de persistent­e defensor de lo que el mundo actual llama “buenas causas”: “La idea principal no estaba mal: leer esta obra tan ‘europea’ como una reflexión sobre Europa. La idea del jardín como metáfora del proyecto común europeo, regado y cuidado colectivam­ente (I movimiento); las luchas y las sombras que lo oscurecen (II movimiento); la nostalgia y la reflexión de cuántas cosas hemos hecho mal (III movimiento); y un camino de esperanza de cara al futuro que nazca del cariño, del abrazarnos y mimarnos (IV movimiento). Hasta aquí, fantástico. Pero no: eso se veía solo con muy buena voluntad. La realidad, minuto tras minuto, compás tras compás, es que no había ninguna relación con el devenir de la música, ningún crescendo dramático, ninguna relación entre lo que oíamos y lo que veíamos”.

Chiantore también cuestiona la ideología de la puesta: “Porque la idea base es que Europa está mal porque hemos dejado ‘entrar las malas hierbas’ y no hemos sabido poner las ‘vallas’ adecuadas, como si las malas hierbas, en un jardín, se evitaran con una valla (yo sé poco de jardinería, pero hasta eso llego). Así de esencialis­ta, así de etnicista. No había guiños a los problemas internos, a las jerarquías entre estados, a lo que ha sucedido con Grecia, a la incapacida­d de gestionar los conflictos mediterrán­eos. Algunas caras conocidas – Merkel, Lagarde, entre otras más locales– en una sucesión sin dirección en la que igual te podías encontrar Napoleón, Hitler o La liberté guidant de peuple de Delacroix. En un momento, se ha visto Putin y en otro un teclado de ordenador con letras en cirílico. ¿Qué pasa? ¿Que los problemas de Europa son culpa de los rusos?”, se pregunta el musicólogo.

A diferencia de lo que opina Chiantore, a mí me alivia pensar que en Europa se entiende el peligro que significa Putin. Sin embargo, entiendo que la poesía de Schiller y la música de Beethoven vuelve banal la discusión de la agenda actual. La novena nos convoca como humanos, más allá de nuestras mezquindad­es narcisista­s, a realizar ese sueño de libertad y alegría, una utopía que el comisariad­o del bien no hace más que postergar.

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 ??  ?? Idomeneo, Rey de Creta, con puesta de Robert Carsen, en el Teatro Real de Madrid.
Idomeneo, Rey de Creta, con puesta de Robert Carsen, en el Teatro Real de Madrid.
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La Flauta Mágica, en la Staatsoper de Berlín.

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