Revista Ñ

¡VARGAS LLOSA QUIERE SER TU AMIGO!

Crónica. Con tecnología digital y hologramas parlantes, un museo personal en Arequipa homenajea al premio Nobel peruano entre lo lúdico y lo kitsch.

- POR LAUREANO DEBAT ESPECIAL DESDE AREQUIPA, PERÚ Simpáticas memorias inventadas

Una mujer que no es guía sino la encargada de abrir y cerrar las puertas de cada sala me conduce a la primera. El espacio es muy oscuro y desde una penumbra que, poco a poco, se va iluminando aparecen un escritorio de madera, una máquina de escribir y una proyección de Mario Vargas Llosa a tamaño real, como un fantasma, dándote la bienvenida a su museo y esperando que, durante todo este recorrido, lo “conozcamos mejor y nos hagamos amigos”.

Estoy en el número 101 de la avenida Parra, muy cerca de la estación de tren de Arequipa, capital jurídica y segunda ciudad más poblada de Perú. Un destino que el turismo suele visitar por su oferta gastronómi­ca, sus cañones, sus cóndores y alguna momia inca. Y, desde 2014, también por el Museo Mario Vargas Llosa, fundado cuatro años después de que el hijo pródigo recibiera el Premio Nobel.

Entre estas paredes coloniales y cuando los partos solían hacerse en espacios domésticos, el 28 de marzo de 1936 llegaba al mundo el escritor peruano. Así lo refleja la primera atracción del museo: lo que fue la habitación del niño Mario, el audio de una parturient­a gimiendo y muebles de época que no son los originales porque la familia se llevó todo al mudarse a Cochabamba, cuando el escritor cumplió 1 año de vida.

O sea, el gobierno de Arequipa disponía de la casa original, vacía. Y decidió restaurarl­a y equiparla con objetos comprados en anticuario­s en una ciudad con mucho patrimonio colonial. Una inversión de 8 millones de soles que se completa con la donación de fotografía­s, libros y el manuscrito original de La ciudad y los perros, entre otros objetos personales donados por el homenajead­o.

Un sistema de proyección con imágenes en 3D y la recreación de escenarios públicos y privados son los pilares de este museo dedicado íntegramen­te a Mario Vargas Llosa. Todo unificado en un proceso de automatiza­ción para que la experienci­a se convierta en un recorrido interactiv­o. Y donde, cada tanto, el holograma del escritor aparece proyectado para relatarnos algún segmento clave de su vida o de su obra literaria.

Así nos vamos enterando de que cuando

era un niño, para que no se acabaran los libros, les inventaba nuevos finales y los alargaba. Y esta reescritur­a de sus lecturas infantiles se cita como una primera manifestac­ión de su vocación de escritor. Y sabremos también que estudió en la Universida­d de San Marcos y no en la Católica porque no quería ser un niño bien: quería mezclarse con los pobres.

Siempre será la misma mecánica: entrar y salir en las habitacion­es de su enorme caserón natal, ahora convertida­s en salas de exposición digital. Iniciar la experienci­a museística cada vez que la mujer que abre y cierra las puertas oprime algún botón de play.

Holograma y recreación

El propio Mario Vargas Llosa participó en todo el proceso de instalació­n de su museo. Y no solo en la grabación de los videos proyectado­s, sino también en el armado del recorrido y en el contenido de cada sala.

La lógica de todo este espacio es lo contrario al aura de una obra de arte. Toda la vida y obra de Vargas Llosa recreada y simulada en una casa en la que solo vivió su primer año de vida y que, por lo tanto, no tiene relación directa con vida y obra más allá del mero hecho de haber nacido. Esto significa que un museo de estas caracterís­ticas podría haberse hecho en cualquier parte del mundo, pero le tocó a Arequipa.

Tal vez las derivas del escritor por Bolivia, Madrid, Londres o Barcelona, su permanente hiperquine­sis, hagan imposible circunscri­birlo a un solo sitio. Y en este caso, el holograma y la simulación de espacios quizás sea lo más coherente. Porque montar museos en cada lugar donde vivió no solo sería utópico, sino también excesivo.

El Museo Mario Vargas Llosa de Arequipa está muy lejos de otros museos dedicados a escritores. No es una reconstruc­ción arquitectó­nica más o menos fidedigna como la casa natal de Cervantes en Alcalá de Henares o de dudosa calidad como la casa en la que vivió Dante en Florencia. Ni tampoco una tienda de suvenires como es la casa en la que vivió Kafka en el Callejón Dorado de Praga.

Aquí la ficción museística llega a un extremo tal de proponer un espacio que ni siquiera está recreado, sino directamen­te inventado para la ocasión: el Café del Boom, donde Mario Vargas Llosa conversa con sus colegas de generación literaria en los años de la gran scout Carmen Balcells. Se encuentra pegado a otra sala que recrea un trozo de la calle Ferrán, en el Barrio Gótico de Barcelona, donde vivió en la época en que los escritores de boom llegaban a esa ciudad para estar cerca de su agente.

Pantaleón y las visitadora­s, ese fantástico artefacto literario donde parodia el lenguaje militar, aparecerá en reiteradas oportunida­des. Tanto en los espacios con sonidos e imágenes de la Amazonía peruana como en la referencia a Barcelona, la ciudad en la que efectivame­nte escribió este libro y donde también acabó La guerra del fin del mundo y La tía Julia y el escribidor.

Una sala recrea los prostíbulo­s de la ciudad Piura, situada en la costa peruana, que inspiraron su segunda novela La casa verde. El visitante puede simular que se toma una copa en este bar oscuro y ver un show de cabaret proyectado en una pantalla sobre un escenario de utilería. La memoria aparecerá siempre recreada y filmada, en algunos casos con fotos originales, en otros con actores. Los finales y principios de cada sala suelen rellenarse con audios de Vargas Llosa leyendo fragmentos de novelas suyas.

Para el amor y para el trabajo, Mario Vargas Llosa siempre prefirió a la familia. Para el amor: un primer matrimonio con la mítica tía Julia, un segundo con su prima Patricia Llosa. Para el trabajo: su sobrino Luis Llosa, director de cine y encargado de distribuir los hologramas y las películas en 3D en las 16 salas que conforman el museo.

“Recorriend­o estos cuartos descubrirá­n cómo nació mi vocación, cómo se gestaron algunos de mis libros, las experienci­as que me hicieron gozar o sufrir, las ciudades en que viví, los trabajos con los que me he ganado la vida, las cosas y las personas que me ayudaron a fantasear historias, mis ilusiones, mis aventuras y mis fracasos” es lo que propone una de las proyeccion­es digitales del Vargas Llosa hologramea­do.

La única sala no literaria del museo es la dedicada a su candidatur­a a presidente, según la voz en off del museo para “defender la libertad” y en un movimiento llamado, precisamen­te, Libertad. Se habla de los “principios de honestidad y transparen­cia” y de que “los viejos usos de la política no le permitiero­n a este honesto candidato” ganarle a Alberto Fujimori en segunda vuelta.

La última sala del museo se reserva para todos los premios recibidos, con el Nobel como gran corolario y otro holograma del escritor peruano leyendo un fragmento de su discurso en la ceremonia de premiación. Vemos una réplica del premio Nobel de Literatura 2010 y, al salir, algunas fotos en los pasillos que funcionan a modo de balance de lo que él considera los encuentros de su vida: con Borges, Cortázar, Cabrera Infante, Kissinger, Felipe de Borbón. Y de muchos viajes por el mundo, lo que parecería ser el aura de Mario Vargas Llosa: su continuo desplazami­ento.

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El museo fue erigido en la ciudad natal del escritor, luego de que ganara el Nobel.
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Las salas recrean diversos momentos de su vida y rescatan manuscrito­s de obras célebres

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