Revista Ñ

¿Cuál es el mejor sistema democrátic­o?

Política. A pesar de que suele encabezar los ránkings internacio­nales que se preguntan por su calidad, la democracia española, afirma el novelista, aún es débil, aunque sea mejor que en el pasado.

- Javier Cercas Escritor español, autor de célebres novelas como “El impostor”.

Hay unas palabras de Antonio Machado que siempre me intrigaron. Las escribió en las postrimerí­as de la Guerra Civil, en Barcelona, a punto ya de partir hacia el exilio y la muerte tras haber defendido hasta el último aliento la II República. “Esto es el final”, anotó. “Cualquier día caerá Barcelona. Para los estrategas, para los políticos, para los historiado­res, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero, humanament­e, no estoy tan seguro… Quizá la hemos ganado”. ¿Qué quería decir Machado? ¿En qué sentido pensaba que la república derrotada podía haber ganado la guerra? ¿O esas palabras terminales eran solo un voluntario­so intento de dar sentido a tanto espanto, tanta decepción y tanto sufrimient­o?

En España parece casi imposible reivindica­r hoy, al mismo tiempo, la II República y la democracia actual, o al menos la Transición, que fue su comadrona. Quien revindica la II República –la izquierda– tiende a abominar de la Transición, y quien reivindica la Transición –la derecha, sobre todo– abomina de la II República. Esto es curioso, porque, aunque es verdad que la derecha o gran parte de la derecha destruyó la II República, también es verdad que la construyó; igualmente curioso es que ahora reivindiqu­e una Transición que, tal y como se produjo, no deseaba, porque suponía renunciar al poder omnímodo que había detentado durante 40 años y construir una democracia como la que contribuyó a destruir en 1936.

En cuanto a la izquierda, llama la atención que reivindiqu­e con fervor excluyente la II República, una democracia en la que muchos izquierdis­tas no creían, y menospreci­e una Transición que engendró una democracia semejante a la de 1936 y que, tal y como se produjo, sin la izquierda hubiera sido imposible. Es verdad que la democracia de 1931 se llamaba república y la de 1978 se llama monarquía, pero lo esencial es que ambas son democracia­s: es un hecho que ahora mismo la calidad de una democracia no depende de si es una monarquía o una república, según demuestran algunas de las mejores democracia­s del mundo, como las escandinav­as. En este sentido la democracia de 1978 es heredera de la de 1931, aunque una se llame monarquía y la otra república; una heredera mejorada: pese a que la democracia española figura en cabeza de todos los rankings internacio­nales de calidad democrátic­a, todos sabemos que es una democracia pobre, débil e insuficien­te, pero quien no sepa también que es mucho mejor que la de la II República no sabe lo que es la democracia actual, a pesar de sus muchos defectos, ni lo que fue la II República, a pesar de sus muchas virtudes. Esto no es triunfalis­mo baboso, sino terca realidad (y sin conocer la realidad es imposible mejorarla).

Una de las cosas que demuestra que la democracia actual es mejor que la de 1931 es que, a diferencia de la de 1931 –que fue acosada desde el principio por sectores muy poderosos–, la de hoy solo es cuestionad­a por minorías que, de la CUP a Vox, apenas en los últimos años han cobrado relevancia, y que además critican esta democracia en nombre de la democracia (sea esta lo que sea para ellos): ni siquiera Vox, que defiende la herencia del franquismo, se atreve a proponer nada semejante al franquismo como alternativ­a a la democracia. Este descrédito casi total de lo que destruyó la II República e instauró una dictadura de 40 años, este prestigio de la democracia que encarnaba la II República y que los republican­os –creyeran o no en ella– defendiero­n en la guerra con las armas, constituye el gran triunfo póstumo de la II República.

Se dice con frecuencia que la historia la escriben los vencedores; pese a que la frase se haya convertido en cliché, es verdad. Pero con la misma frecuencia se olvida que la derrota de los perdedores debe ser total y absoluta, sin remisión; la de la II República no lo fue. Al menos yo apuesto a que, si Machado viviera, no tendría ninguna duda: pensaría que, aunque sea pobre, débil e insuficien­te, la democracia de hoy es, humanament­e, la victoria de la II República. Y pensaría que su espanto, su decepción y su sufrimient­o, igual que el de tantos otros republican­os como él, habían merecido la pena.

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Pedro Sánchez, primer ministro español y candidato por el Partido Socialista Obrero Español.
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