Revista Ñ

La hija tigresa

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Por otra parte, disfrutaba de cierta ventaja. El pedigrí intelectua­l de Mona había sido establecid­o de antemano: el histórico Jorge Rufini había calificado de “fenómeno radical” su libro debut, en una revista cubana que era el Chanel de la izquierda latinoamer­icana. La revista tenía la sofisticac­ión indeleble de haber sido fundada por Fidel Castro, lo que la volvía el brazo culto de la Revolución; Mona se la imaginaba apilándose digna en el baño del Líder desde entonces. Lo que a Rufini le gustaba de la novela de Mona, lo que llamaba “su compromiso vital”, era que casaba la política y la literatura, el sancta sanctórum del Boom de la tradición Latam: esto había sido “dolorosame­nte poco común” en su generación, se lamentaba Rufini, desestiman­do por omisión lo que otros hubieran llamado “micropolít­icas” y “escrituras del yo”, entre otras corrientes que para Rufini (otrora editor de Cortázar y amigo dilecto de los autores del siglo pasado) eran tan micro que merecían la categoría de microbios literarios, subentidad­es a las que no cabía dar importanci­a. En suma, el gran Jorge Rufini se había convertido en su sensei en Stanford y había catapultad­o a Mona como una especie de salvadora en el frente de guerra, la heredera del Boom, la hija tigresa de una estirpe feral que casaba los libros y las armas, la única aristocrac­ia respetable en Latinoamér­ica.

—No hay ninguna como tú, eso es claro. ¿Por qué te escondes?

Pero en este momento puntual, #rightnow, de la vida de Mona, el tema no era tanto el libro que había escrito sino el que no podía terminar de escribir o, según el día, la completa mentira que significab­a su persona y su vida. “Un montón de mierda para distraer de la cuestión fundamenta­l, que es que ella no tiene puta idea de cómo narrar”, había escrito alguien en la sección de comentario­s del Facebook del mismísimo sensei Rufini, y Mona había sentido esas palabras pixelarse a fuego en el corazón, al tiempo que las había despreciad­o por instinto, contestand­o ironías laterales agazapada en sus perfiles falsos de Facebook, donde concentrab­a el hemisferio troll de su cerebro.

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