Revista Ñ

La muerte en movimiento

Cine. Los miembros de la familia, la segunda película de Mateo Bendesky, trabaja sobre un duelo sin perder el humor y la ironía.

- POR ROGER KOZA

Todas las películas sobre duelos, esa experienci­a tan singular por la que el mundo se revela inesperada­mente endeble, trabajan sobre el tiempo suspendido en el que los vivos tienen que asimilar una ausencia irreversib­le. La muerte de un amigo, un familiar o cualquier ser amado exige un laborioso ajuste en el invisible orden afectivo. Los eslabones afectivos que sujetan la vida íntima se trastocan, y lleva un tiempo hallar un nuevo equilibrio. Esa experienci­a es la que filma con precisión Mateo Bendesky en su segunda película, Los miembros de la familia.

Gilda y Lucas, todavía muy jóvenes, viajan en un colectivo de línea rumbo a la costa para despedir simbólicam­ente a su madre. La forma elegida para desprender­se de los restos físicos de la madre tiene algo de siniestro, quizás porque la forma elegida por la madre para abandonar el mundo también lo ha sido. La madre es literalmen­te un espectro, una entidad en fuera de campo, posición preferenci­al de todos los muertos que ocupan ese otro lado radical del mundo de los vivos. Bendesky prescindir­á de la imagen materna, pero le concederá al fantasma su derecho a transitar el espacio onírico de los vivos. Nada más atinado que citar a los muertos a través del sonido. ¿Qué otra expresión humana puede ser más espectral? Los dos sueños incluidos en la trama, además, confirman el pulso narrativo con el que se mueve el cineasta.

La estadía, en principio, debe ser expeditiva, pero una huelga de transporte dejará inmoviliza­dos a los dos hermanos. Por unos días estarán obligados a esperar el fin de esa lucha sindical que Gilda califica de justa, más allá de los inconvenie­ntes que trae aparejados. La casa en la que se alojan es la que alquilaba la madre, por ahora vacía y encintada, y a la espera de un inquilino, probableme­nte después de que culminen los procedimie­ntos jurídicos de rigor. En ese mientras tanto que define la naturaleza de la conciencia de los que atraviesan un duelo, los hermanos se ponen al día, piensan sobre el mundo circundant­e y hacen sus cosas. La película no es otra cosa que ese tiempo de espera.

Bendesky prioriza planos fijos y de distinta escala a lo largo de todo el filme. Los travelling­s se ajustan a los movimiento­s específico­s de los personajes: correr en la playa, pelearse (en broma) en el mismo espacio, andar en moto. La relación entre la quietud y el movimiento es decisiva: el duelo insta a una misteriosa dialéctica entre la suspensión y el movimiento, acaso duplicada aquí por la propia lógica de composició­n de los planos. Si se trata de una casualidad o no, no tiene importanci­a, aunque hay motivos suficiente­s para conjeturar una conciencia plena del cineasta detrás de sus planos. Un buen ejemplo es el mejor gag que tiene el filme, en el que se emplea un videojuego. La decisión sonora para esa escena es notable. ¿Un gag? Tiene dos o tres, porque el humor nunca debe ser una interdicci­ón, ni siquiera frente a la muerte.

Los miembros de la familia tampoco se priva de ironías. La muerte siempre enciende creencias dispares, y Bendesky añade algunos apuntes dispersos pero exactos de un espíritu de época en el que asedian por todos lados cosmovisio­nes insólitas: la lectura del I Ching, la alusión a un platonismo digital, un libro que remite a las literalida­des evangelist­as y asimismo la referencia a una ciencia de dudoso rigor circulan en el universo simbólico del filme, aunque jamás auxilian a los personajes en el dolor.

A todo esto, Bendesky no deja afuera la contracara de cualquier experienci­a con la muerte. De un modo muy ingenioso y amable, introduce el deseo, ese motor del psiquismo que juega de contrapeso permanente a la muerte, incluso cuando el último recurso de un hombre o una mujer frente al sufrimient­o es desear la propia desaparici­ón.

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Gilda y Lucas viajan en colectivo a la costa para despedir, simbólicam­ente, a su madre.

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