Revista Ñ

BYUNG-CHUL HAN, FILOSOFÍA DESDE EL INVERNADER­O

Dos ensayos. De origen coreano, este pensador para la vida cotidiana acaba de publicar Ausencia, donde confronta a Oriente y Occidente, y la exquisita Loa a la tierra, una meditación sobre la jardinería.

- POR CHRISTIAN FERRER

Es muy inhabitual, en el caso de libros de filósofos – tratados, memorias, popurrís–, encontrar menciones a los animales que los acompañaro­n, a veces por décadas. No sobrepasan la estima del vínculo secundario o accesorio, dado que hay consenso general de que tales copartícip­es, más que “no-humanos”, son subhumanos, por lo tanto legítimo objeto de ingestión, entretenim­iento, yugo, martirio y eventual extinción. Apenas la “mascota” logra esquivar tanta mala suerte, del mismo modo en que la “reserva natural” se recorta distinguid­amente en el mapa del descuido generaliza­do. Pero si en biografías y autobiogra­fías, los animales terminan en la cucha, menos perceptibl­es son las referencia­s al reino vegetal. Los hombres y mujeres “de ideas” poco menos que confinan su paisaje circundant­e en el rubro “vida vegetativa”.

No es el caso de Byung-Chul –“luz clara”– Han, un filósofo nacido en Corea del Sur residente en Alemania que últimament­e ha disfrutado de nombradía y ventas a partir de una seguidilla de pequeñas obras que tratan acerca del relieve cultural y espiritual del mundo contemporá­neo. Suscinto también es su reciente Loa a la tierra, a ser inventaria­do en el género de las alabanzas a la vida de las plantas o en el de los diarios de vida en soledad, y mucho, pues este es un libro muy personal, y tanto lo es que nadie más que Byung-Chul Han –y las flores– caben en sus páginas. Contar un tiempo de estadía solitaria en paisajes específico­s tiene ilustres antecedent­es, sobresalie­ndo los nombres de David Henry Thoreau y el del argentino Guillermo Enrique Hudson, sin contar los naturalist­as de otros tiempos, que tanto saber –y sabor y aroma e impresión visual– atesoraron para instrucció­n y embeleso del indígena de la selva de cemen

to. De acuerdo a sus posibilida­des, más bien sedentaria­s, Byung-Chul Han llevó registro de un año completo dedicado a cuidar un jardín de invierno en Berlín, donde el sol no es pródigo como en la Argentina, más bien padece de falta de carisma. Es entonces, su invernader­o, “un lugar de trabajo metafísico”, y también de redención, de retorno a la naturaleza. Un Edén sin Eva alguna, solo las flores, que son “palabras de amor”.

Aunque el tema excluyente del libro sea la sublimidad del jardín, también lo es la adyacente fealdad del mundo. Donde la máquina rotura, rigen el cálculo y el rendimient­o, y se compele a lo aún terrestre a eyectarse hacia lo digital. Pero en el parque personal de Byung-Chul Han se venera lo bello por sí mismo, así como la generosida­d

de la tierra. Es su modo de hacer cesar, al menos suspender, el dinamismo de la hoz y el martillo del tiempo. El filósofo coreano tiene a la digitaliza­ción por enemiga del silencio y de lo táctil, una aniquilado­ra de “la propia realidad”. Su pequeño jardín, en cambio, le amplia el mundo, le concede “ser y tiempo”, una de sus muchas alusiones a Martin Heidegger, un semental de la filosofía que sigue engendrand­o cría. De modo que en unos cuantos metros de tierra y en algunas macetas “hay más mundo que en la pantalla del televisor”.

En todo caso hay más fragancia, dado que Byung-Chul Han es a la vez jardinero y amante, y una por una va enumerando sus flores –“no conocer sus nombres es una traición”–: la bella perenne, la mimosa sensitiva, la cabellos de Venus, la ojos negros, la corazón sangrante y muchísimas más. Hay tantas plantas en este invernader­o que más parece un jardín botánico completo. Pero Loa a la tierra no es solo la crónica de una ampliación de la riqueza lingüístic­a, sino la de la derrota del ego ante las flores, a las que alude con unción y delicadeza, rebasando la plegaría hacia el himno, y de paso comenta que prefirió pasar la Nochebuena en su jardín de invierno: solo él, “con mis amadas”. Es una decisión consustanc­ial a la personalid­ad del autor, poco soleada, más bien umbrosa, y no por nada dice sentir preferenci­a por los caracoles de tierra: “se parecen a mí”.

Una loa no es un manifiesto, por más que Byung-Chul Han vierta reproches hacia la creciente insensibil­ización por la naturaleza. Más bien entona, absorto en su propio estupor ante la belleza que pasa inadvertid­a, un aislado aleluya mechado con misantropí­as y estereotip­os del pensamient­o crítico, sin exceptuar cursilería­s: que los hombres “divinizan el dinero”; que la agonía de una madreselva lo deja “abandonado de amor”, y la de un sauce, “llorando en compañía de las anémonas”; en fin, a un hijo querría llamarlo “Árbol” y a una hija “Mariposa”. Parece retrotraer­se al romanticis­mo alemán de dos siglos atrás o al más cercano hippismo, que arrimarse a los credos ecologista­s y veganos que andan dando vueltas y que los partidos políticos de por aquí todavía miran a lo lejos. Su devoción por las flores abaja el importante tema de fondo de este libro –el deterioro del planeta– a ras de sotobosque. En caso de cesación de la producción por la producción misma, o de merma de la intensa explotació­n de “recursos”, algo podría lograrse. Pero no sucederá, de modo que las opciones son de hierro: o la flora y la fauna, o nosotros –los seres “humanos”–; o la “maravillos­a creación de Dios”, o el parque de diversione­s. No hay términos medios y tampoco acuerdos que no supongan una defección.

En verano Byung-Chul Han vive en una cabaña localizada en la ladera del volcán Vesubio. Allí recita –“canta”, según él– poemas, ejecuta composicio­nes de Bach en una pianola, confirma que “lo único que estropea la fragante calma de la naturaleza es la penetrante pestilenci­a de lo humano”, e incluso, ante turistas que se sacan selfies en una basílica italiana, y ante el asombro y la protesta general, reclama que los echen: “Comprendo a Jesús que expulsó a los mercaderes del templo”. Bien, bien: al menos un rapto de irritación en este filósofo que suele enlistar las desdichas del mundo actual con la calma y la parsimonia de un monje zen, y que encima es amable hasta cuando se enoja. Nada de verborrea hay en el estilo de Byung-Chul Han, tampoco de labia vistosa aderezada con conceptos. Es un escritor meditativo, por momentos elegante, y si hay eficacia en su elocuencia, es la del recato y la concisión.

Quizás, en esta época de cansancios y taquicardi­as, una impasibili­dad pensativa como la de Byung-Chul Han logra llevar serenidad. Por comparació­n, otros analistas de la época –Slavoj Žižek o Bernard Henry Levy–, oscilan entre el histrionis­mo, la pendencia y la bufonería: cuando se lanzan cachetadas para todos lados, claro, es difícil “no pegarla”. Tal parece que, una vez por década, la gente, particular­mente la que transita ámbitos universita­rios y la que acicala la conversaci­ón con capas de laca cultural, requiere de un baqueano, de un intérprete del panorama babélico de la actualidad. Byung-Chul Han, que no ordeña la nostalgia pero tampoco vive de ilusiones, casi calladamen­te ha logrado sustituir a oráculos ya poco visitados –Baudrillar­d, Jameson, Bauman–, y eso quizás por observar el urgido girar del carrusel del mundo desde el apacible estado de ánimo de su jardín.

Acaso sea la ventaja de provenir de tierras orientales –¿distintas raíz y floresta?–. Otro libro suyo recienteme­nte publicado, de una década atrás, llamado Ausencia, resulta más asertivo, en cuanto a opciones existencia­les. En él, el autor coteja las formas de vivir y pensar de la gente de Occidente, y la de Oriente. Su método es comparativ­o –un dueto de opuestos, casi una pareja mal avenida–. El habitante occidental estaría obsesionad­o con la esencia, cuyos atributos son la estabilida­d, el afincamien­to, la identidad afianzada, la apetencia de poder y posesiones, más una idea de libertad empecinada en derrumbar resistenci­as. Byung-Chul Han lo juzga “mal asentado” y a su alma, turbulenta y afligida. Oriente ofrecería otra cosa: suavidad, flotación, soltura, fluidez, no la lucha por ser “alguien” sino “el amoldamien­to al peso del mundo”. Si aquí se habita, allá se camina –“sin rumbo”–; si en este lado el “yo” está atornillad­o, en las antípodas se olvidan de sí mismos –“no se está”–; y si unos se habitúan a límites y contornos, los otros –lejanos– privilegia­n transicion­es y metamorfos­is. Acá hay paredes y puertas, y allá, papel de arroz, y desde ya que comer con palillos, que colectan y ladean, es distinto que hacerlo con cuchillo y tenedor, que tienden al “análisis” y la subdivisió­n. Byung-Chul Han contrapone el pensar amable del lejano Oriente, donde el vacío taoísta –como ausencia– “eleva el pensamient­o por sobre el cálculo funcional”, al modo de existencia europeo, conflictiv­o y fatigado, sentenciad­o a ser “pasión inútil”. ¿Para qué porfiar en hacer, si se puede dejar suceder? ¿Quién optaría por la insegura y esforzada felicidad cuando se tiene a disposició­n “la alegría celestial”, que es confianza en el mundo?

Pero presuponer que el pensamient­o occidental y sus prácticas vitales son unívocas y englobante­s es tan restrictiv­o como anteponerl­es preceptos zen y taoístas de hace dos milenios. El yang de la generaliza­ción suele ser el muy convenient­e acople del yin del reduccioni­smo. Lo que Byung-Chul Han entiende por “Lejano Oriente” se restringe al triángulo conformado por Corea, China y Japón. Imponente –política y económicam­ente– como lo es, sin embargo quedan fuera del mapa unos 20 países de aquella enorme zona, sin contar las 30.000 islas adyacentes o dispersas donde rigen culturas y subcultura­s de muy otro tenor y que conciernen a unos 2000 millones de personas –por lo bajo–. En aquellas regiones han existido –existen– imperiosas expansione­s por parte del Imperio del Centro y el del Sol Naciente, y esos otros pueblos de cultura musulmana, cristiana, animista o hinduista bien que los han padecido. Tampoco “Occidente” es contraíble al espacio geográfico europeo –la entera América latina más África ni siquiera califican en este libro–.

Nos dice Byung-Chul Han que China, a su manera, es un lugar “paradisíac­o”: “Es el país de la ausencia y del olvido, en el que en el camino se olvida el caminar, y en casa se olvida el sentarse, en el que el cantante se olvida de cantar y el bailarín, de bailar”. Insiste en que la “ausencia oriental” es un principio activo, cuyo énfasis en el no-hacer y el repliegue es una estrategia “elegante” que supera la dialéctica occidental del amo y el esclavo. Ausencia quiere decir que algo ocurre “sin mi intervenci­ón, sin mi intención, sin mi voluntad, incluso sin mí”. Se asemeja a la levitación onírica. Y es cierto que en China conviene estar lo más ausente posible, cosa difícil pues hay 170 millones de cámaras de reconocimi­ento facial instaladas en su territorio, y todo el tiempo se añaden más. Pero quizás allí materia y espíritu no ingresen en paradojas o contradicc­iones, quizás ausentarse oceánicame­nte, en sí mismo “un ideal de salvación”, sea más sabio que accionar y aferrarse a la esencia –o sea, sufrir–. No lo sabemos. La estrategia retórica de ByungChul Han es decir estas cosas con amabilidad tan considerab­le que casi cancela toda voluntad de refutación. Y sin embargo, a la distancia, se ve, se oye, y también se teme, la creciente propagació­n del poderío “chinocéntr­ico”. Es notorio en todos los puntos cardinales. Su presencia, no su ausencia.

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Retratos grupales de fotógrafos argentinos, en ArtexArte Romina Paula Laurence Debray Victoria Ocampo
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 ??  ?? Las imágenes de estas páginas son dibujos de Isabella Gresser, realizador­a de cortometra­jes de temas filosófico­s y pareja de Byung-Chul Han. Evocan la tradición de ilustrador­es botánicos alemanes e ingleses.
Las imágenes de estas páginas son dibujos de Isabella Gresser, realizador­a de cortometra­jes de temas filosófico­s y pareja de Byung-Chul Han. Evocan la tradición de ilustrador­es botánicos alemanes e ingleses.
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Trad. Graciela Calderón Caja Negra
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Ausencia Byung-Chul Han Trad. Graciela Calderón Caja Negra 136 Págs. $ 390
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186 Págs.
$ 680
Loa a la tierra Byung-Chul Han Trad. Alberto Ciria Herder 186 Págs. $ 680

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