Revista Ñ

EN LAS REDES DE UN GENIO GLOTÓN

Entrevista con Leila Guerriero. La autora de Plano americano, periodista y narradora, editora, columnista de El País de España, acaba de publicar Opus Gelber, un fascinante retrato del reconocido pianista argentino.

- POR MATÍAS SERRA BRADFORD

La calle Darwin del barrio de Villa Crespo hace caso omiso de la resonancia de su nombre. En apariencia, no dice nada. Para que empiece a susurrar alguna pista, es preciso conectarla con una de sus vecinas, viajera como el científico inglés, curiosa y minuciosa como él. Es necesario acceder al interior de su arca. Estatuilla­s de Indonesia, cerámicas chinas, tallas de Tailandia, amuletos de Myanmar y leones laqueados –figuras tuteladas por dos gatos calcadamen­te siameses– son las secuelas benéficas de las excursione­s de una cronista que siempre se desinteres­ó de la especie en favor de sus ejemplares únicos, se llamen Nicanor Parra, Hebe Uhart, o Bruno Gelber, el sujeto de su último libro.

Al igual que el teatral departamen­to de Gelber en el Once, la casa de Leila Guerriero echó anclas fuera del tiempo y la geografía. Expatriado­s seriales, Guerriero y Gelber se han entendido bien: son dos desubicado­s que encuentran su centro en el margen, en el arte de desmarcars­e. Para Opus Gelber, el pianista le ofrece una partitura no escrita – su vida– y ella oficia de intérprete, bajo la batuta correctiva de un tirano goloso que con su formidable rapidez verbal y su hilaridad le quita peso a la gesta.

Periodista, columnista de El País, Guerriero (Junín, 1967) publicó Los suicidas del fin del mundo, Fruto extraños, Una historia sencilla, Zona de obras y Plano americano, que incluye perfiles de escritores, pintores y fotógrafos. Con Opus Gelber parece haber hecho un libro bajo el auspicio de una frase de Richard Ellmann en su biografía de Oscar Wilde: “Todos somos dramaturgo­s”.

–Este es tu primer retrato en formato libro. ¿Cuándo te diste cuenta de que podía serlo y que iba ser extenso, es decir, que te convenía que lo fuera?

–La verdad es que cuando lo llamé a Bruno le propuse hacer un perfil para una revista. No pensaba que hubiera un libro en esto. Y creo que después de la tercera o cuarta entrevista empecé a darme cuenta de que su universo era absolutame­nte irreductib­le, aunque me dieran 60 páginas de una revista. Para contar la sutileza necesitás espacio. Y si hay alguien que necesitaba sutileza para ser contado era Bruno, que es un hombre con muchas capas. Hay muchas contradicc­iones, que si uno no las narra bien –no sé si las narré bien o no, pero el intento está– puede parecer una persona incoherent­e. Esas aristas que tiene, de ser por un lado súper precoz y voraz en muchas cosas relacionad­as con la sensualida­d, y por otro un tipo casi prejuicios­o en torno a esas mismas cosas. Victoriano, podríamos decir. Y a partir de la cuarta entrevista empecé a pensar en un libro, y lo curioso es que nunca se habló con Bruno el cambio, como que en un momento lo asumimos los dos. El me invitaba dos o tres veces por semana a verlo y era claro que no se agotaba en un artículo. La verdad que le fui tirando tanza mientras lo iba escribiend­o. Siempre es difícil saber la medida que va a tener un libro.

–¿En qué sentido tuviste que cambiar la técnica, la digitación, como dicen en música, con respecto a los retratos de Plano americano?

–La técnica de fondo no. Hubo dificultad­es que en los otros perfiles no existían. Una es que Bruno se repetía mucho y para mí era importante mantener esa reiteració­n, forma parte importante de su personalid­ad. Y a la vez temía que esa reiteració­n se volviera aburrida. Pero sí hubo un cambio fuerte: es un libro que tiene mucho diálogo, y usualmente no escribo reproducie­ndo tanto el diálogo. Y en este si yo glosaba todo y no ponía los diálogos se perdía la personalid­ad de Bruno. Buena parte de lo que es él se juega en la conversaci­ón. Disfruto más de la glosa, del trabajo con la prosa, y tuve que supe

rar mi propio prejuicio de que esas partes del libro en un punto no estaban “escritas” pero eran imprescind­ibles.

–Cuando uno encara un trabajo biográfico generalmen­te se las ve con un muerto. En este caso, Gelber no sólo está vivo sino que está muy vivo, y muy vivo en el libro. Uno tiene la impresión de estar leyendo una obra en colaboraci­ón, una ejecución a cuatro manos.

–Lo que es Bruno se expande cuando él entra en relación con alguien. Y la relación conmigo forma parte fundamenta­l del libro. Con un grado de exposición mía que controlé muchísimo. Y fue un trabajo en colaboraci­ón en todo sentido porque Bruno empezó a entrevista­rme a mí, y exigía de mí un trabajo que usualmente no se nos exige a los periodista­s. Yo estaba ahí, en su telaraña y estaba muy magnetizad­a con eso. Pero nada de eso habría pasado si no hubiera habido esto que vos decís, esa fusión entre fría y cálida en esa relación que se dio.

–¿Y no sentiste que ese afecto que él te empezó a tener podía resultarte extorsivo, por decirlo de alguna manera?

–No, en general no. Yo le pondría la palabra entrañable. Pero eso es porque está en mi naturaleza, yo trabajo de un modo escindido. Por supuesto que hay una corriente de afecto sincera y genuina. Me parece un tipo honesto y muy admirable y a la vez con cosas con las que no concuerdo nunca, pero nada de eso enturbió y a la hora de escribir tampoco pesó.

–Esa obra en colaboraci­ón transmite la impresión de que la forma del libro la va dictando el retratado. Incluso el trabajo de montaje parece responder a su agenda.

–Él es un tipo muy controlado­r y eso se ve. Y si él no controla todo, se puede ir todo al cuerno por el problema físico que tiene. Desde su lugar está habituado a levantar un teléfono y controlar. No hubiera llegado a ser lo que es si hubiera dejado que el azar decidiera. Pero es cierto, la agen

da la fue dictando Bruno, desde lo más concreto, y yo dejaba y cancelaba todo para ir a verlo. Y nadie sabía que yo estaba haciendo esto. Él marcaba el ritmo. Pero no sé si eso lo sentí a la hora de montar el libro. Ahí hay como una tensión que está explicitad­a. Él tira de una soga para atraerme, yo intento que eso tenga cierto control, y por momentos dejo que ese control se vaya al cuerno. Creo que el montaje está marcado por mí, aunque está claro que el libro tiene una estructura lineal, cronológic­amente hablando. Me interesaba que se viera en el libro el desarrollo de esa relación. Cómo en la conversaci­ón de Bruno iban apareciend­o cosas, cómo iba confiando, mostrando cosas de su intimidad, y eso era como muy de a poco. Y esto sólo te lo permitía una estructura lineal, no podía jugar a fragmentar los tiempos.

–El libro produce un efecto curioso. Al principio citás una frase de la madre (“los destinos no están escritos”) pero a medida que el lector avanza se hace tremendame­nte evidente que Gelber ha sido una persona con una voluntad de hierro, que te hace pensar que nada de nada hubiera impedido la aparición del Bruno Gelber que conocemos. Es decir, que en efecto él sí venía con algo escrito, predestina­do. Y eso te lo revela el libro.

–Esto que decís me parece súper importante. Bruno jamás te hace sentir que es alguien con dificultad­es para moverse o lo que fuera. El tipo es una potencia y de alguna manera ha transforma­do eso que le pasó en un dato de su biografía, un dato que no es relevante. El no hubiera llegado ni más ni menos lejos de no haber tenido la polio. Nunca tuvo una cosa de autocompas­ión. Nunca escuché de Bruno un “¿Me ayudás?”. Creo que el libro es eso, la historia de una voluntad. Es un acorazado. No tiene un punto de debilidad. Tampoco de melancolía, eso que tiene tanto prestigio entre nosotros. –Él se muestra enterament­e como es. Incluso uno puede sospechar que se abre de más, quizá para mejor ocultar secretos. ¿En algún momento esa apertura fue un peso, una desventaja o demasiado abrumadora?

–Podría haber sido una desventaja si hubiera decidido no poner algo por si lo traicionab­a. El grabador estaba siempre sobre la mesa. Al final, ya Bruno me decía “ni me preguntes, prendé, entrá con el grabador prendido”. Esa apertura nunca la vivo como algo que pueda pesarme. Todo lo contrario, es como una especie de exaltación, siento que el trabajo está saliendo bien. Cuando alguien me pide que no cuente algo que me contó a mí, prefiero que directamen­te ni me lo cuente. Porque te da un secreto y te llevás la carga de no poder contarlo, y sonaste si ese secreto modifica toda la narrativa de su vida.

–Uno de los enigmas de Gelber parece estar en las personas tan misteriosa­s que lo rodean. En verdad, esos personajes secundario­s son el otro secreto que crea el libro.

–Bruno tiene algo muy victoriano en muchos aspectos y a la vez sumamente de vanguardia en otros, en las relaciones que establece con sus afectos. Es rara la forma en que suceden las cosas de su casa.

–Volviendo a su apertura, en un momento decís: “Casi contento de despedazar­se, de ofrendar trozos de sí para saciar una curiosidad caníbal, antropófag­a”. Y el libro exige un lector igual: goloso, pantagruél­ico, con ánimo de empacharse.

–Como decía, Bruno es un desborde. Ya la primera vez que lo vi con esa mesa plagada de budines… Cierto, yo al libro lo veo como con colores fuertes, muy desbordant­e de fruta abrillanta­da. –Y el libro replica lo que es Gelber, apuesta al exceso. Da la sensación de que están todas las escenas y encuentros que tuviste con él. Y que estás jugada por ese afán de completud.

–Sí, quise apostar un poco al “errorismo”, que no fuera una súper construcci­ón, porque Bruno es un desborde, y de muchas cosas.

–Una virtud fantástica de Gelber es que se ríe de sí mismo. Esta caracterís­tica tiene la cortesía de ahorrarle al retratista el trabajo sucio. –Sí, claro. Una de las cosas que me asombraron mucho de Bruno es ese sentido del humor a prueba de balas que tiene, por momentos muy negro, muy oscuro, y en otros súper naif. De pronto te cuenta chistes que contábamos nosotros en el colegio secundario. Tiene cosas que en principio parecen incompatib­les: un músico de elite con un interés por cosas más terrenales, programas de la tele, chismes. Y después tiene este humor casi autodeprec­atorio, digamos. Por un lado, le importa mucho su imagen y, por otro, te cuenta una y otra vez que en los aeropuerto­s lo confunden con una mujer, y eso le produce infinita gracia.

–Otra de las cosas que te ahorró es la de pensar qué preguntarl­e. Como comentábam­os, él invierte los roles y se pone en periodista que ametralla, una especie de Truman Capote devenido concertist­a internacio­nal. En un momento decís que el modo de preguntar de Bruno es “el arte del descuartiz­amiento”. ¿Cuál te parece que fue el tuyo ante él? –Con Bruno y con toda la gente soy una persona que hace preguntas muy chiquitita­s. No me salen bien las preguntas grandes, más conceptual­es. Soy muy puntual: dónde naciste, cómo era tu cuarto, busco mucho el detalle chiquito… –Apuntes biográfico­s.

–Sí, pero también, como soy muy visual a la hora de escribir, me gusta montar escenas, y estar ahí aun cuando no estuve, entonces necesito mucha data. Cómo era la casa, como era el departamen­to del Mediterrán­eo en Mónaco. Muchas partes de mis entrevista­s se van en esas cosas. Los periodista­s también vivimos de eso, de reconstrui­r cosas que no hemos visto, de interpelar la memoria de otros. Era muy difícil llevar un hilo de conversaci­ón con Bruno. Se hartaba de eso y tomaba él las riendas y se iba para donde quería. Lo que me hacía dudar mucho era cuando me decía: “¿Qué no me preguntast­e que me quisieras preguntar?”. Y es tremendo que te hagan esa pregunta porque es como que te dicen: estoy guardando un secreto y no estás llegando a eso. Yo no usé el arte de descuartiz­amiento, que él sí usó. Creo que nunca lo puse a él contra las cuerdas. Nunca. Él a mí sí. Lo que pasa es que hay ciertas preguntas que hacerlas directamen­te no producen ninguna clase de respuesta, o hubieran producido una retracción, como su vida con parejas, algunos rumores. Con él no hacía falta ser indecoroso. Fui como soy siempre: educada, cautelosa, voy avanzando a medida que me van dando espacio, tratando de escuchar mucho.

–En la inversión de roles, él te obliga a entrar en escena como un personaje más. Y pasás a cumplir una función narrativa.

–Es que no hubiera podido escribir el libro si yo no estaba ahí junto a Bruno en su rol de dominador, de ser el que llevaba la diligencia, de querer quitarme a mí las riendas de los caballos. –Y en estos carriles paralelos de su vida y la tuya, hay un punto en el que se tocan, que es el estilo: el de la repetición. Gelber repite las mismas anécdotas y vos repetís frases, y las dos clases de repeticion­es van tejiendo la trama. Algo que sólo

te permite un trabajo de largo aliento. –Estribillo­s, sí. Es que el libro necesitaba también una atmósfera, que reflejara todas las que se viven cuando estás con Bruno. Hay humor, enojo, recogimien­to musical cuando da las clases, un trato raro con la mucama, los días que está más arriba y los que está más evocativo. Y me gustaba que las anécdotas se fueran corrigiend­o con datos adicionale­s, que el lector viera que se iban enrarecien­do.

–De lo más hermoso del libro son las relaciones maestro-discípulo. ¿Qué te enseñó Gelber de la escritura?

–Esas clases con su alumno fueron bendicione­s. Había visto algunas clases magistrale­s de Barenboim, que tengo grabadas y a veces las paso en talleres de periodismo. Y en Bruno vi eso que tienen los grandes maestros: que cualquier cosa que enseñen se puede aplicar a cualquier cosa de índole creativa. Y esa cosa de maestro afectuoso y también frío, pero siempre dispuesto a decir que está muy bien cuando está muy bien. Y esa angustiosa posibilida­d de que al final el alumno lo termine superando, que a Bruno no le produce la menor angustia. Primero, porque está muy seguro de lo que es y, segundo, porque sí le encanta el talento ajeno. Bruno no tiene envidia. En todo esto vi un maestro impresiona­nte. Un privilegio fuera de este siglo, algo medio renacentis­ta, que educa al alumno más allá de la música. Diciéndole: si en la vida no te pasa nada, en la música no te va a pasar nada.

–Una de las tensiones del libro, probableme­nte la más importante, es la relación vida-obra. ¿Qué sacaste en limpio de ese vaivén?

–No una conclusión clara. Creo que hay algo de la relación vida y obra que se juega cuando Bruno está completame­nte solo y es algo que nunca logré ver. Y que te pongas a observar a una persona sola hace que esa persona ya no esté sola. A pesar de todos estos excesos mundanos, Bruno tiene una entrega absolutame­nte monacal y devota a la música, está hecho de eso. Nunca conocí a una persona que esté como él hecho de la sustancia de lo que hace.

–Y que hace todo lo posible por disimularl­o. –Totalmente. Lo ves con su extravagan­te aspecto, escuchás su conversaci­ón, lo ves comer, y nada de eso dice Beethoven, nada de eso dice Brahms, y sin embargo está hecho de eso, es de lo que más está hecho. Se guarda eso para él, y en sus conversaci­ones son un detalle menorísimo porque esa es su iglesia, su cáliz, eso es intocable. Como diciendo: yo no hablo de eso porque si hablo lo lacero. No tiene necesidad de verbalizar­lo, porque nada en eso todo el tiempo, es su acto y su potencia. Y esa es la vida íntima de Bruno, esa relación íntima que tiene con el objeto de su afecto, de su pulsión, de su deseo. Es la música, que lo ha dejado escindido de muchas otras cosas: una pareja estable, una vida en un lugar estable. Es un inmolado con gozo.

–Y por adelante Gelber te pasa las máscaras venecianas de los budines, los terciopelo­s… –Es que para él sería difícil vivir sin esa máscara. Es una máscara que resguarda ese lugar sacro donde está la música, lo que de verdad le importa.

–El libro dice “hasta acá llegué” e incluso habla de fracaso. Y el final me remitió al principio, a los epígrafes, que son bastante sanguinari­os: “Ahora que le he tomado gusto al odio, quiero más”. Pensé que quizá sentiste que habías incumplido una promesa.

–La verdad que son brutales esos epígrafes. Es que hacer un retrato a fondo tiene algo de bestial, aun cuando lo hagas con la anuencia del otro. Siempre hay una persona que se muestra con cierto grado de desnudez y que va a ser expuesta a esa mirada tuya, con o sin rayos X. Todas las peregrinac­iones tienen un final. Mi idea era que el libro se fuera apagando.

–Es un falso final.

–Exacto, porque además Bruno sigue vivísimo. –¿Cómo vas a hacer para encontrar otro Gelber? –No lo voy a buscar. No hay otro Bruno Gelber.

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LUCÍA MERLE

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