Revista Ñ

El negocio del miedo

- POR LEILA GUERRIERO Fragmento de su texto para el Día del Periodista, en UNNOBA, Junín, su ciudad natal.

Yo no estoy en el negocio de la felicidad. No estoy en el negocio de la alegría. No estoy en el negocio de la satisfacci­ón, ni del placer, ni del gozo, ni de la dicha. Yo estoy en el negocio del miedo. Estoy en el negocio de “siempre salió bien pero esta vez puede salir mal”. En el negocio de “quiero hacerlo como nunca lo hice antes pero es posible que no lo logre”. En el negocio de “¿siempre tendré algo para decir?”.

Ahora, por ejemplo, mientras escribo esto, sé que al terminar obtendré algo parecido al alivio. Pero sé también que ese alivio durará poco y que, apenas después, el desasosieg­o volverá a comenzar y estaré asediada por las mismas preguntas de siempre: qué decir, cómo decirlo, para qué.

A principios de año releí El mito de Sísifo, de Albert Camus. Camus describe a Sísifo subiendo la montaña con la roca a cuestas hasta que, después de alcanzar la cima, ve cómo la piedra “desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior (...) y baja de nuevo a la llanura”. Entonces llega esa frase que siempre me hace temblar: “Sísifo – escribe Camus- me interesa durante ese regreso, esa pausa”, porque es “la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en los que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca (...) El esfuerzo mismo para llegar a la cima basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso”.

Yo, como Camus quiere que imaginemos a Sísifo, soy dichosa durante esa breve pausa que transcurre entre el punto final de un texto y la pregunta “¿Y ahora qué?”. Esa breve pausa en la que, por un instante, soy más fuerte que mi roca. Porque estoy metida en el negocio del miedo: yo escribo.

Hay una pregunta que se repite y que se responde en dos segundos. La pregunta es: “¿Cómo se aprende a escribir crónicas?”. La respuesta es: leyendo y escribiend­o mucho. Pero hay una pregunta que casi no se formula: ¿por qué alguien querría escribir crónicas? Y es raro que no se formule porque, si uno quiere entregarse a un oficio, debe, como mínimo, conocer sus efectos colaterale­s.

Desde 2001, y durante un par de años, me aboqué a tomar clases de tango cuatro o cinco veces por semana: tomé clases tradiciona­les y de vanguardia, hice seminarios específico­s sobre giros y sacadas, deambulé por diversas escuelas y profesores. Hasta que un día empecé a sentir un dolor invencible en la planta del pie. Cada vez que giraba o que caía sobre el metatarso, sentía que una piedra se me hundía en la carne. De modo que fui a consultar a un traumatólo­go. El hombre me revisó, me dijo que iba a indicarme sesiones de kinesiolog­ía pero que, si seguía bailando, el alivio sería sólo pasajero: que ningún pie está preparado para girar y caer sobre sí mismo durante horas, cuatro o cinco días por semana, embutido en un zapato de taco. Lo miré con asombro y le pregunté: “¿Entonces esto es normal?”. Su respuesta fue una pregunta: “¿Usted les miró los pies a alguna de sus profesoras de tango?”. Dije que no y era verdad: los pies de mis profesoras de tango permanecía­n embutidos dentro de zapatos de taco iguales a los míos. La clase siguiente la tomé con una profesora que además era amiga y le pedí que me mostrara los pies. Lo que vi me dejó aterrada: dedos torcidos, huesos como picos, falanges que parecían machacadas con un martillo. Le pregunté: “¿Esto es normal?”. “Todas las bailarinas tenemos los pies así”, me respondió. “¿Y no te duelen?”. “Todo el tiempo”.

Esa respuesta acabó con mis clases de tango. Me gustaba bailar, me gustaba ese mundo donde no importaban ni la edad ni la forma de los cuerpos sino su exquisita gracia, pero no estaba dispuesta a vivir con dos extremidad­es laceradas para siempre. No sentí pena al dejarlas, pero sí indignació­n por el hecho de que nadie me hubiera advertido que avanzaba por un campo minado en el que, antes o después, aparecería el dolor.

Antes o después, el dolor de la piedra de la escritura aparece. En ocasiones, bajo la forma de esas frases que mencioné al principio: “siempre salió bien pero esta vez puede salir mal”; “quiero hacerlo como nunca lo hice antes, pero es posible que no lo logre”, “¿siempre tendré algo para decir?”. Y, para combatirlo, no hay más antídoto que la convicción de que no se quiere hacer otra cosa.

El escritor norteameri­cano David Foster Wallace escribió, en 2005, el discurso de graduación para los egresados de la Universida­d de Keyton. Es un ensayo llamado Esto es agua, donde dice: “Ustedes deciden qué es lo que van a adorar, porque (…) en el día a día de la vida adulta no existe tal cosa como el ateísmo. No existe tal cosa como no adorar nada. Todo el mundo adora algo. La única elección está en qué decidimos adorar. Y una gran razón para decidir adorar a algún dios o algo parecido a un espíritu –llámese Jesucristo, Allah, Yavé, la Diosa Madre, Las Cuatro Nobles Verdades o una colección de principios infrangibl­es– es que prácticame­nte cualquier cosa que adores te comerá viva”.

No sé qué será la escritura para los demás, pero para mí es una pulsión ineludible y una forma de organizar el mundo. Hablo del mundo de ahí afuera –de todas esas personas y todas esas aves y todas esas alfombras y barcos y puentes y colchones y almejas y bacterias–, pero también del mundo de aquí adentro, de mi mundo lleno de un ruido blanco y cenagoso que sólo deja de ser un balbuceo demente cuando escribo. Poniéndolo en palabras de Foster Wallace, es probable que la escritura me esté comiendo viva. Y yo estoy dispuesta a dejarla. (...)

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Junto a Ricardo Piglia, bajo los ojos de Tomás E. Martínez, aL presentar Una historia sencilla.

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