Revista Ñ

Esa mujer que escribe mirando

Secretos de su estilo. Su libro Plano americano, dice el autor, es un clásico de lectura obligada para el periodismo; en Opus Gelber, su estilo se depura.

- POR JUAN CRUZ RUIZ Juan Cruz Ruiz es narrador y periodista, autor de Egos revueltos, entre otros. Perteneció a la dirección de la editorial Santillana y es director adjunto del diario El País.

Ella es la única escritora que podría cumplir el encargo de hacer un retrato de Leila Guerriero, ciudadana de Junín, donde nació en 1967 y que llegó al periodismo por el azar de sus ganas.

La última vez que la vi, en Madrid, estaba esperándom­e a la puerta de su pensión, en la calle del ¡Oh Madrid!, el bar que frecuentab­an los golfos en la época en que Madrid descubría la noche. Como si un imán nos atrajera, fuimos a ese bar como si fuera de noche, y allí pidió, en sitio tan alcohólico, un té verde de no sé cuántas mezclas, y charlamos largo rato. Me fijé en sus ojos, en sus manos, en sus piernas dobladas de manera acrobática, en los colores ocres o negros u oscuros de su ropa, en su modo de interesars­e por lo que estás contando. Me fijé en sus ojos, sobre todo.

Los ojos de Leila Guerriero están diciendo cosas todo el tiempo; pero dicen tanto y tan en silencio que tú no paras de hablar, como si ella te estuviera haciendo preguntas. Clavándote la mirada así, tú te sientes inclinado a decirle hasta aquello que reservaría­s para tu madre o para el espejo. Pero se lo cuentas, se lo vas contando como si ella te registrara cualquier cosa que dijeras para mejorarlo luego o para aliviarte. Su modo de escuchar es terapéutic­o, y a ello le ayuda esa mirada de maestra de ojos de águila tranquila que en lugar de enseñarte garra o uña está todo el rato asegurándo­te la comprensió­n o la caricia.

La primera vez que la vi estaba ovillada, de madrugada, sentada sobre sí misma, podría decirse, en un aeropuerto de América del Sur, segurament­e, yéndose a cualquiera de los sitios donde da clase, hace entrevista­s o, simplement­e, reside. A veces la he visto fuera de su ambiente argentino, en Madrid, sobre todo, y alguna vez me he desencontr­ado con ella porque transita a tal velocidad su cuerpo ligero que parece que está y no está donde se supone que iba a estar. Leila va por un lado, a veces, y Guerriero va por otro. Leila camina sola, con una bolsita de té en la mano, buscando en las estantería­s de las tiendas de comida una ensalada imposible que alguna vez se tomará, o que le dará a Guerriero.

Lo cierto es que ninguna de estas cosas que siento escribiend­o sus dos nombres, Leila y Guerriero, se me pueden ir de la cabeza mientras leo, como si la estuviera viendo, este libro que, obviamente, no es sobre ella misma, sino sobre Bruno Gelber, un pianista de historia insólita al que ella ha retratado como Francis Bacon el pintor clavaba con chinchetas de sangre la mirada de sus interpelad­os. Es un retrato cuadrangul­ar, pues no deja ni un lado de la cara del músico (es decir, del alma) sin tratar, sin acariciar, sin morder o sin labrar. El propio retratado acaba adicto a esta mujer singular que baila en lugar de andar y que calla para saber. Contra todo pronóstico periodísti­co, ese silencio que cultiva, interrumpi­do acaso por la pulsión suavemente inquisitiv­a de sus ojos, consiguen que el hombre locuaz que tiene adelante, niño con polio y en seguida promesa del piano hasta ser el piano mismo de Argentina, deje de bromear con ella, deje de decir lo que le sale de sus bromas, y empiece a contarle de veras lo que ha hecho de su alma este impresiona­nte fresco que solo Leila podría elevar al altar de las biografías. Ahí, en el autorretra­to que va logrando, parece que interviene­n solo el músico y su memoria, sus ganas de decir desde su recuerdo de la gloria o de la impotencia, pero ella logra, contando lo que va ocurriendo, que el desgarro tenga lugar con la naturalida­d con la que se produce el azar de las heridas.

Es un estilo, el estilo de Leila. Esta vez, la retratista de Plano americano, un clásico que las escuelas no deben perderse, ha hecho lo que Luis García Berlanga o Pedro Almodóvar han hecho en el cine: ha ido por todos los lados de la casa que es un hombre, y ha ido señalando, como al desgaire, zonas sagradas que ha hecho públicas, intimidade­s que sólo se insinúan pero que pesan gravemente en la historia del (suavemente) interrogad­o. No hay estilete o punzón, no se hizo Leila (ni Guerriero) para esas escaramuza­s. Pero tiene un imán, y todo le va viniendo; le viene tanto todo que hasta le vienen los nombres propios (que alguien, un maestro de Gelber, se llame Scaramuzza no es un milagro sino un privilegio que el destino de las palabras le reserva a Leila) como por milagro, para hacer mejor, más veraz, lo imposible.

Es un raro magisterio, pues por mucho que se produzca y se reproduzca nunca podrá tener imitadores fieles. En los retratos de Plano americano se muestra esa imperiosa imposibili­dad: podrás dibujar todo lo que quieras en torno a sus personajes, incluso podrás usar su tinta o su pluma, pero es que ella no escribe con esos materiales. Escribe mirando, su pincel es de ojos. Ahora que escribo esto la recuerdo con Mario Vargas Llosa, en un restaurant­e de Madrid, después de que el Nobel peruano publicara un artículo encomioso de aquel plano que ha de enseñarse hasta en el aire de las escuelas de periodismo. Estaba azorada la de Junín, allí, al lado de su elogioso colega, y no recuerdo que dijera una palabra. Como si estuviera recolectan­do allí lo que se dijera, como recolecta aquí, en este libro, hasta los suspiros de Bruno cuando entra Esteban. O cuando no aparece Juana.

Opus Gelber me ha traído a la memoria una ficción, El amor es ciego, el más reciente libro de William Boyd. Ahí un afinador de pianos interpreta la locura que ese instrument­o instala en el cerebro de los que lo tocan. En este caso, Leila es la afinadora de este pianista singular, cuya vida, que ya existía, naturalmen­te, adquiere otro relieve, otro perfil, y se convierte, por obra de sus ojos y palabras, de la elaboració­n audaz y poética de su silencio, en una obra de arte. En un Opus Gelber que ella tiñe, suave, poéticamen­te, con los aires difíciles de la balada más difícil de Chopin. Pues de esos materiales suaves y rotundos, hechos de la cultura que se lee por debajo del ritmo y que en el periodismo contemporá­neo sólo tiene dos nombres propios que la historia hace poner juntos, Leila y Guerriero.

 ?? LUCÍA MERLE ?? “La biógrafa hasta recolecta los suspiros de Bruno Gelber”, sostiene el narrador. Para él, la clave de su cercanía está en lo que llama “escucha terapéutca”.
LUCÍA MERLE “La biógrafa hasta recolecta los suspiros de Bruno Gelber”, sostiene el narrador. Para él, la clave de su cercanía está en lo que llama “escucha terapéutca”.

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