LA CURACIÓN DE LOS ENFERMOS O LOS MILAGROS DEL PODER
En Los reyes taumaturgos, una obra de 1924 pionera en la historia de las mentalidades, Marc Bloch analizó la creencia popular en el don de sanación de las realezas francesa y británica.
Entre los siglos XI y XVIII, los reyes de Francia e Inglaterra curaban a los enfermos de escrófulas, una inflamación de los ganglios del cuello originada –hoy sabemos– por el bacilo de la tuberculosis. En una ceremonia pública, los reyes los tocaban con sus manos, pronunciaban unas palabras, se santiguaban y entregaban una moneda al enfermo. Era un milagro, reservado a los reyes, en el que todo el mundo creía.
Sobre este tema el gran historiador francés Marc Bloch escribió en 1924 una obra clásica, que abrió el camino a la historia de las mentalidades y hoy se vuelve a leer con otro interés, pensando en la legitimidad política y sus fuentes. Bloch (1886-1944) egresó de la Escuela Normal Superior. La Primera Guerra Mundial le inspiró un estudio, hoy esclarecedor, sobre “les fausses nouvelles”, o “fake news”. En 1919 fue designado profesor en Estrasburgo, capital de Alsacia. La provincia acababa de incorporarse a Francia y el gobierno eligió para su universidad los mejores profesores. Entre ellos, los historiadores G. Lefebvre y Lucien Febvre, el psicólogo G. Blondel y el sociólogo M. Halbwachs, portadores de las ideas de Durkheim, Mauss y Levy Bruhl. En ese ambiente, Bloch concibió este libro, que combina la historia, la antropología, la psicología social y la sociología.
Esas eran, precisamente, las “ciencias sociales” invocadas años después por Bloch y Febvre cuando fundaron en 1930 la revista Annales d’histoire économique et sociale –desde 1945 Annales. Économies, Sociétés, Civilizations–, que se convirtió en vanguardia de la renovación historiográfica del siglo XX. Luego vinieron sus libros más famosos: Los caracteres originales de la historia rural francesa (1931) y, ya establecido en la Sorbona, La sociedad feudal (1940). Ese año, con Francia ocupada por los alemanes, Bloch se sumó a la Resistencia. En la clandestinidad escribió Apología para la historia (conocida en español como Introducción a la historia), una aguda reflexión sobre “el oficio del historiador”. Fue su testamento intelectual, pues en 1944 la Gestapo lo capturó, torturó y fusiló.
La curación por la imposición de manos –una práctica común de los “sanadores” de hoy– fue una parte importante del proceso de conformación de la concepción de la realeza sagrada en las monarquías germanas surgidas del derrumbe del Imperio romano. Desde el siglo VI comenzó a instituirse la ceremonia de la coronación, consistente en la recepción de los atributos del poder, el reconocimiento por los vasallos y el pueblo y la unción del nuevo monarca con los santos óleos, que transmitían el carisma y agregaban a su legitimidad terrena la divina, tal como puede verse hoy en las coronaciones en Inglaterra. Por entonces, las monarquías buscaban afirmar el principio de la sucesión familiar y desterrar la práctica germánica de la elección por los guerreros. En ese largo proceso, establecer el carácter sagrado del rey fue una pieza fundamental. A su vez, con la unción sagrada, la Iglesia pudo afirmar el principio de su participación en los asuntos del gobierno terrenal.
La dinastía francesa Capeto tuvo un plus. Cuando hacia el año 500 d.C. el rey franco Clodoveo se convirtió a cristianismo, fue bautizado por San Remigio en la catedral de Reims ; los santos óleos –sostuvo una leyenda posterior– fueron traídos en una redoma por el Espíritu Santo, encarnado en una paloma; por otro milagro, se conservaron intactos a través de los siglos, y cumplieron su última función sacra en la coronación de Carlos X en 1825. En Francia, desde el siglo XI, esta consagración especial le sirvió
a los reyes para expandir sus atributos sagrados. Con una conexión personal con el trasmundo, se convirtió en un taumaturgo, que podía obrar regularmente el milagro de la curación de los enfermos. Un siglo después, en Inglaterra los monarcas Plantagenet reprodujeron esa práctica, sumando un tema a la larga competencia, a menudo bélica, entre ambas casas reales. Esta conexión directa del rey con el orden sagrado suscitó reticencias en la Iglesia, que se sumaron a la larga disputa entre los reyes y emperadores y el papado.
La curación de los escrofulosos fue, durante mucho tiempo, una parte importante de la construcción de la imagen del rey y de su legitimidad. En 1698, en una sola jornada, Luis XIV impuso sus manos a 2400 enfermos. Los rituales se hicieron cada vez más complejos. La iconografía ceremonial se pobló de Sagradas Redomas, Flores de Lis y Oriflamas. La asistencia a estas ceremonias sanadoras siguió un rito parecido al de las peregrinaciones, de ayer y de hoy. En Inglaterra se agregaron los anillos curadores, producidos en escala, con oro o plata donados por el rey a la Iglesia.
¿Se curaban los enfermos? Quién lo sabe. Para que haya milagro –dice Bloch, judío racionalista y ateo– tiene que haber quienes crean, y durante mucho tiempo se creyó sin dudas. La fe se sustentó en la arraigada creencia en los milagros, se afirmó en las leyendas y se ratificó con las noticias de casos de curación, en el momento o tiempo después, parcial o total, definitiva o transitoria. En algún momento, la fe empezó a agotarse. Las elites que la habían alimentado, crecientemente trabajadas por el racionalismo, se volvieron escépticas. En Inglaterra cesaron en 1714, con la llegada de la dinastía Hannover, pero en su exilio francés los pretendientes Estuardo siguieron celebrando el ritual. En Francia concluyeron con la Revolución de 1789, aun cuando la Restauración las revivió, efímeramente, en 1825.
Según Georges Duby, esta obra es una de las fundadoras de la historia de las mentalidades, un tema dominante en la historiografía de décadas recientes. Inscriptas en procesos de larga duración, las mentalidades cambian lentamente; Fernand Braudel las llamó “cárceles de larga duración”, pues configuran modos impuestos de comprender el mundo. Opacas y poco accesibles, sus signos solo son claros para quienes saben leer la historia profunda, como C. Ginzburg en El queso y los gusanos.
Bloch rondó el campo, todavía virgen, con más intuiciones que sistema. Combinando la historia con la antropología, la psicología social y la sociología, dio una forma original a los estudios culturales, sacándolos del exclusivo campo de las elites y abriéndolos a la tierra incógnita de los sectores populares. En el territorio de las mentalidades, las ideas sistemáticas conviven con valores y prejuicios, palabras, símbolos e imágenes, ritos y gestos, y conforman un conjunto diverso, fragmentario y contradictorio. Este campo fue explorado y colonizado por varias generaciones de historiadores, autores de obras originales y sugerentes, aunque – como ocurre cuando lo nuevo se convierte en un lugar de moda– la originalidad se fue agotando y la trivialización desplazó a la mirada profunda.
En su estudio preliminar, Jacques Le Goff señala que la obra de Bloch tiene hoy otro mensaje, igualmente fértil, para una historia política en plena renovación. La realeza sagrada habla del tema de la legitimidad del poder y su compleja construcción, en la que el discurso racional y la apelación a la evidencia deja lugar a la “invención”, que requiere suspender, al menos transitoriamente, la incredulidad. La fe, propia de nuestras modernas religiones políticas, requiere dogmas, ritos, símbolos, lugares de culto y oficiantes. Estas son las preguntas que la doctrina democrática corriente no puede ya responder y que requieren una nueva perspectiva, sugerida hace casi un siglo por Marc Bloch, gran maestro de historiadores.