Alto periodismo
Lo primero que llama la atención del libro sobre los Testimonios de Victoria Ocampo publicado por María Celia Vázquez es el término outsider que, ya desde el título, aparece caracterizando a la acaudalada directora de Sur, acaso la revista literaria sudamericana más reconocida y más central del siglo XX. La incomodidad tiene un origen: al describir esta condición, en una serie de conferencias ya clásicas sobre las representaciones del intelectual, Edward Said insistió una y otra vez en subrayar la impotencia experimentada por el outsider ante una red abrumadoramente poderosa de autoridades sociales (el poder económico, el poder político y el poder mediático) que, coartando toda posibilidad de transformación real, lo va empujando a justificarse en una función testimonial: la de dar cuenta de un horror del cual el poder desearía borrar todo registro.
La lectura de Vázquez desplaza la categoría outsider de ese escenario de pasividad –donde el intelectual se muestra excluido (desajustado y marginalizado de las estructuras del presente) por fuerzas que lo exceden– y la presenta como el resultado de una operación deliberada de autofiguración: una táctica con la que Ocampo va definir y disponer de un lugar de enunciación como cronista de época. La crítica toma ese atajo para explicar, como construcción política, la elección genérica y el artilugio retórico de las intervenciones implícitas en esos testimonios. Por eso acentúa, desde el comienzo, la condición híbrida de su prosa (periodística y literaria) y el excepcional espacio imaginario (entre la reseña de actualidad y la opinión personal) desde el que (se) singulariza esa voz que “mientras narra se construye como testigo”.
Organizada con rigor cronológico, esta renovadora y profunda relectura, más que atender a la carga autobiográfica desde la que los Testimonios han sido leídos tradicionalmente, busca presentarlos como instancias discursivas donde se manifiesta una decidida “voluntad de intervención” en las batallas culturales y políticas desarrolladas en la esfera pública nacional entre 1930 y 1960.
Dispone para eso de una estructuración tripartita: “Espacios”, “Litigios”, “Duelos”. Cada uno de esos apartados le permite a su vez reconstruir las tensiones desatadas por los debates en torno a la cuestión de lo nacional en los años treinta, la crisis política internacional en los cuarenta y los posicionamientos ante la realidad y el fantasma del populismo en los cincuenta y los sesenta. En cada periodo, Vázquez lee los testimonios de Ocampo como intervenciones políticas, ya sea en discusión (velada o manifiesta) con posiciones antagónicas encarnadas en adversarios ideológicos provenientes del nacionalismo y el peronismo (como Juan José Hernández Arregui, Jorge Abelardo Ramos o Arturo Jauretche), o bien en el arco de una política de la amistad que, en la perspectiva de Ocampo, habilita la declaración afectiva sin inhibir el reconocimiento de las diferencias (María de Maeztu o Pierre Drieu La Rochelle).
En cualquier caso, lo que el libro de Vázquez hace emerger es la imagen de una Victoria que se expone interviniendo sobre los asuntos que la interpelan y que, en esas intervenciones, da incluso muestras de una noble resistencia a ser simplemente hablada por la ideología en que se la representa.