SILVIA GURFEIN: UNA TESIS SOBRE EL TIEMPO
Con bellas, delicadas pinturas de flores en jarrones, la artista propone una mirada íntima y sin apuro a imágenes que señalan la fugacidad de las cosas.
Una serie de flores. Flores en jarrones, en medio de una nada vaporosa, una bruma coloreada que guarda en su pureza una decena de tonos. Flores en jarrones suspendidos en esa bruma, de forma más y menos nítida, frente a un ojo que intenta, y no siempre consigue, dar con el perfil de esas formas, con alguna solidez clara que lo tranquilice, como quien gira la lente de una cámara a un lado y otro hasta dar con el foco justo. Salvo que en las obras de Silvia Gurfein que integran Astilla Estrella Párpado Pantalla –la muestra de la artista que puede verse en la galería Nora Fisch– ¡ay! el foco nunca llega, porque es una posibilidad que nos excede. El foco es ahora una condición de la pintura y no de quien la mira. Estamos ante una bruma espectral y coloreada que se disipa solo cuando su mano así lo quiere.
“Pequeña y monumental es su acción de emprender y elaborar lo que puede desaparecer –escribe en el texto de sala Tulio de Sagastizábal–. Y mucho desaparecerá. Pero una memoria minúscula es suficiente para los ojos que han sabido ver, que han conocido el aliento de lo vivido, que se han maravillado y soñado, que contemplaron los sobresaltos de la pasión y se embarcaron en luces y en sombras sucesivas”. Es que para Gurfein la imagen es señalamiento de ausencia, vestigio evidente de un fantasma invisible. Entre la materia pictórica y la imagen fantasma, entre lo muy pequeño e íntimo y lo muy grande, entre lo natural y lo mecánico, de la astilla a la estrella y del párpado a la pantalla, oscilan las obras de esta muestra.
En esta serie de pequeñas imágenes los jarrones con sus flores entran en tensión con el vacío. Estas flores, a primera vista candorosas, no son para nada ingenuas. “Elijo las flores cortadas en un jarrón porque son el paradigma de lo efímero de la vida. En las flores uno puede ver una tesis sobre el tiempo. Estoy trabajando la muerte. El amplio rango entre lo que está naciendo y muriendo”, explica la artista.
Ni imbricadas figuras, ni abstracciones existenciales: solo flores, yuyos silvestres, en jarrones de formas simples. En estas
obras, la artista entra en diálogo con la antigua tradición (tanto en Oriente como en Occidente) de la pintura floral. Siempre hubo flores en los cuadros. “Me gusta trabajar con ciertas cuestiones de la historia de la pintura, evidenciar sus herramientas y dispositivos. No pretendo originalidad sino inscribirme en un linaje”. Es a través de la sencillez de este género menor, que Gurfein logra volver a una suerte de grado cero de la imagen (nunca de la pintura). Pero trayendo ahora consigo todo un repertorio de complejidades contemporáneas.
“En este mundo de superabundancia visual –explica la artista– apelo a que haya cada vez menos imágenes, pero que con ellas uno pueda estar un rato, y no solo mirarlas un segundo través de la pantalla, y pasar a la próxima con el dedo”. Con su pequeño formato y su forma leve, las flores demandan proximidad y atención: hay que acercarse para poder advertir los tonos brotando entre los tonos, las delicadas pinceladas y toques con que la artista ha dado vida a tallos, pétalos y estambres. “Son obras que invitan a estar con ellas. Son pequeñas, pero casi infinitas”, define. A fin de cuentas, la imagen puede ser espectral y errática, puede ser ausencia. Pero la pintura es cuerpo, pura materia, acá junto a nosotros. Y su presencia se siente.
Al otro lado de la sala, los dos grandes lienzos que cuelgan, casi a modo de díptico, podrían funcionar como un buen epílogo de la muestra. En ellos, Gurfein apela a esa primera ilusión de la pintura (la ilusión que nos miente que hay algo ahí, frente a nosotros, cuando en verdad no hay nada, o en todo caso hay otra cosa) para mostrarnos, a través de una serie de manchas, los informes bultos de un objeto que se nos sustrae a la mirada. Como si la imagen de ese objeto no hubiera terminado de configurarse y estuviéramos, en su lugar, ante una falla, una chatarra visual, el tipo de error del que sólo es capaz la imagen reproducida de forma técnica. “Me interesa lo falible –explica la artista– el borde en el que se constituyen las imágenes”.
Gurfein representa, entonces, pincel en mano y voluntariamente, las fallas involuntarias de esos procedimientos mecánicos. Simula que, detrás de la niebla miope que fusiona los colores para negarnos las formas (en uno de los lienzos, que justamente se llama “El trabajo en lo echado a perder”) o de los duros píxeles que parecen levantarse como un muro sólido (en “Inmersión en el mundo”, el que se encuentra justo a su lado) aguarda la figura de un objeto que se nos escapa. La artista nos induce así a creer en la existencia de una forma (un jarrón con flores) que está más allá del lienzo (otra vez la ilusión), y más allá de sus “fallas”, sean analógicas o digitales. Y cierta fe en esa forma esquiva nos hace, por un segundo, forzar la mirada para querer asirla. Pero lo único que hay ante nosotros es la férrea voluntad de una pintora, que capa sobre capa de óleo, ha dado forma mecánica al oficio, y se ha metido en el bolsillo nuestro ojo.