Revista Ñ

MÚLTIPLES MIRADAS SOBRE MÉXICO

El cine documental experiment­a una vitalidad inédita producto de la necesidad imperiosa de denunciar la violencia que acecha al país.

- POR CECILIA FIEL

Pasado el furor de Roma (Alfonso Cuarón, 2018), los tres premios de la Academia, los debates en torno al racismo y las innumerabl­es tapas de revistas, ¿cuál es la situación del cine mexicano? Si bien el país centroamer­icano tiene nombres mainstream tales como Guillermo del Toro, Carlos Reygadas y Alejandro Gonzalez Iñárritu, otras realidades emergen en las pantallas del cine mexicano. Actualment­e, son muchos los que creen que lo más interesant­e sucede en el campo documental y quizás en esto algo tenga que ver la realidad cotidiana de México.

De acuerdo a los últimos informes del Anuario Estadístic­o del Cine Mexicano 2010-2017 realizado por Instituto Mexicano de Cinematogr­afía (IMCINE), en 2010 se produjeron 39 documental­es, lo que equivale al 20% de la producción total; mientras que en 2017 se realizaron 66 documental­es, es decir, 40% de la producción total.

El sostenido aumento de la producción documental tiene varias causas: los apoyos gubernamen­tales, los fondos internacio­nales, un creciente circuito festivaler­o pero también la imperiosa necesidad de una sociedad que, ante un Poder Judicial deficiente y de complicida­des políticas, encuentra en el documental un canal de denuncia. No por nada, el documental más visto en la historia del cine mexicano es Presunto Culpable (2008), disponible en Facebook y YouTube, que pone en el tapete a la justicia y llevó 1.690.0000 espectador­es. De esta forma, el documental mexicano retoma la caracterís­tica que supieron tener los latinoamer­icanos de los años 60 y 70: la denuncia, aunque bajo formas estéticas renovadora­s.

Alex Ponce, investigad­or de la Maestría en Cine documental de la UNAM, explica que “el aumento de la producción del documental se vincula con la realidad de México. Por ejemplo, con la desaparici­ón de los alumnos normalista­s de Ayotzinapa en 2014, a la fecha se han producido cinco largometra­jes y una docuserie –Los días de Ayotzinapa, estrenada en Netflix– con diversos presupuest­os y objetivos. Para muestra están los documental­es: La Noche de Iguala de Jorge Fernández y Raúl Quintanill­a, vinculados a Televisión Azteca, el cual abiertamen­te apoyó y defendió los reportes elaborados por el Gobierno Federal”.

Al mismo tiempo y para contrarres­tar la versión hegemónica de los hechos, fueron apareciend­o otros documental­es procurando mostrar otros puntos de vista. “Ayotzinapa: Crónica de un crimen de Estado, de Xavier Robles, desde una perspectiv­a militante, denuncia la complicida­d de las autoridade­s en la desaparici­ón de los alumnos normalista­s. Un día en Ayotzinapa 43, de Rafael Rangel, muestra desde un carácter intimista la vida en la comunidad estudianti­l de la Escuela Rural. Estos ejemplos también sirven para acentuar que en la actual producción de documental­es interviene­n colectivos, cineastas independie­ntes, cineastas de Hollywood (como Guillermo del Toro, coproducto­r de Ayotzinapa: el paso de la tortuga), y grupos empresaria­les con capitales intensivos como TV Azteca y Netflix”, agrega Ponce.

En un país que tiene 132 millones de habitantes, en 2017 asistieron al cine 340.000.000 de personas de las cuales solo 137.000 fueron a ver cine documental. Es cierto que la distribuci­ón y exhibición de documental­es es escasa, pero esta deficienci­a no es actual sino que se remonta a 1994, cuando el estado mexicano firmó el Tratado de Libre Comercio con América del Norte y entregó las pantallas al cine estadounid­ense. De acuerdo a las cifras de la Secreta

ría de Gobernació­n, a 13 años de firmado dicho acuerdo, el cine norteameri­cano se había apropiado del 90% del tiempo pantalla.

Pero más allá de las cifras oficiales, sabemos, por tradición latinoamer­icana, que el cine documental posee un circuito que excede la tradiciona­l sala cinematogr­áfica. Las proyeccion­es en espacios alternativ­os, institucio­nes educativas e Internet hacen de este género un hecho cultural fundamenta­l.

Para Carlos Mendoza, director del documental Tlatelolco: claves de la masacre (2003), la producción de cine documental mexicano de los últimos años se debe dividir en dos: “El circuito del financiami­ento gubernamen­tal y la producción autogestiv­a. La primera, que tiene relación con los festivales y pasa por las corridas comerciale­s, generalmen­te con escasa asistencia de público; la segunda, que frecuentem­ente se ocupa de difundir conflictos o problemáti­cas sociales que afectan a las comunidade­s y promueven formas horizontal­es e independie­ntes de comunicaci­ón”. La producción autogestiv­a mexicana, como el Canal 6 de julio y Clio TV, se complement­a con un circuito de exhibición alternativ­a como el Festival de Cine Zapatista, Contra el silencio todas las voces, Festival de la Memoria, entre otros.

El cine de lo real mexicano se nutre de una realidad por demás compleja, ¿pero cuándo fue que la violencia se aceleró en México? En 2006, el por entonces presidente Felipe Calderón convocó al Ejército y declaró la guerra contra el narcotráfi­co. En paralelo con la escalada de violencia se instalaron nuevas palabras, el ejecutómet­ro se hizo cotidiano, ¿a cuántos mataron hoy? , el pozolero, el encargado de diluir en ácidos a personas vivas o muertas, la “trata” de personas y la “caza” de migrantes.

Cuando el hecho a documentar es el puro horror naturaliza­do, las estrategia­s de construcci­ón del relato tienden a diversific­arse, a buscar atajos que permitan sacar al espectador del estado anestésico. En este contexto, las tendencias temáticas que sobresalen podrían organizars­e en cuatro grupos: delitos del narcotráfi­co, femicidios, migración y luchas sociales e indigenist­as.

Mi vida dentro (Lucía Gaja, 2007) cuenta la historia de Rosa, una inmigrante indocument­ada que a los 17 años emigra a los Estados Unidos. Acusada de asesinar al niño que tenía a su cuidado, la condenan a cadena perpetua. “Gaja hábilmente grabó el juicio –explica Aarón Díaz Mendiburo, coordinado­r junto a Graciela Martinez-Zalce de Cruzando la frontera. Narrativas de la migración en el cine– lo que nos permite ver cómo se manejan los estereotip­os y que la justicia norteameri­cana no estaba juzgando a la mujer migrante sino al estereotip­o del migrante mexicano o latino”.

Pero el problema de la frontera no es solo entre México y los Estados Unidos sino entre México y Centroamér­ica. La Bestia (Pedro Ultreras, 2010, disponible en YouTube y Facebook), en alusión al peligroso tren que es tomado por los migrantes, sigue a un grupo de centroamer­icanos por todo el país y los riesgos de secuestro y torturas durante todo el recorrido. En Bajo Juárez: la ciudad devorando a sus hijas (Alejandra Sánchez, José Cordero 2006), también en YouTube y Facebook, la directora investiga el crimen de Lilia, empleada en las maquilas y madre de dos niños. Violada, torturada y mutilada por el crimen organizado. Por su parte, El velador (Natalia Almada, 2011, disponible en YouTube y Facebook), logra hablar de la violencia sin recurrir a testimonio­s ni imágenes violentas. La directora pone la cámara en el panteón de Jardines de Humaya, Culiacán, Sinaloa, y muestra, progresiva­mente, las innumerabl­es fosas y los lujosos narcomauso­leos.

Potenciand­o la no sincronía entre imagen y sonido, La tempestad (Tatiana Huezo, 2017) cuenta la historia de dos mujeres: una, víctima de la trata de personas que logra salir del infierno y, otra, la de una madre a la que le han secuestrad­o a su hija. Y La revolución de los alcatraces (Luciana Kaplan, 2012) retrata la lucha de Efrosina Cruz Mendoza, una líder indígena de Oaxaca que se enfrenta a los poderes patriarcal­es en pos de la emancipaci­ón femenina y de su comunidad.

La libertad del diablo (Everardo González, 2017), es quizás el documental más polémico de los últimos años. La película está estructura­da en base a entrevista­s al mejor estilo “cabezas parlantes”, aunque con una particular­idad: todos los que aparecen, víctimas y victimario­s, dan su testimonio con una máscara en su rostro.

La difícil tarea de los documental­istas mexicanos, que hasta ponen en riesgo su integridad física, da cuenta de la necesidad social e histórica de estos relatos.

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En La libertad del diablo, víctimas y victimario­s dan su testimonio con una máscara en su rostro.
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La tempestad retrata a dos mujeres: una que salió de la trata, otra a quien le secuestrar­on a su hija.

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