Revista Ñ

ESCENAS DE UN PRESENTE EN FUGA

Dolor y gloria, la más autobiográ­fica dentro de la extensa filmografí­a de Pedro Almodóvar, retrata los avatares físicos y afectivos de un cineasta.

- POR DIEGO MATÉ

Dolor y gloria, lo último de Pedro Almodóvar, produjo un acuerdo casi absoluto después de su paso por Cannes: todos coinciden en señalarla como la mejor película del director en mucho tiempo. Pero los consensos también imponen miradas, puntos de vista: en este caso, el acuerdo dicta que Dolor y gloria debe ser leída en clave autobiográ­fica. Así, cada elemento del relato adquiere un sentido preciso si se lo compara con la vida del propio Almodóvar: el protagonis­ta se vuelve un alter ego, su historia refleja el presente creativo y personal del propio director, la relación tortuosa del personaje con la madre no es más que un retrato apenas alterado del vínculo del manchego con su madre fallecida.

Hay algo profundame­nte aburrido y tedioso en ese trabajo detectives­co; la película queda reducida apenas a un mero juego de equivalenc­ias, aplastada bajo el peso de la biografía. Si bien parece que el director autoriza esas lecturas cada vez que da una entrevista y reparte pistas, lo cierto es que también se dedica a hacer constantes correccion­es del tipo “esto no fue así” o “esto nunca sucedió”, como si fuera menos su propio biógrafo que un camaleón que juega a esconderse e invita al público a buscarlo allí donde no está.

El pasado, herida abierta

Dolor y gloria cuenta la historia de Salvador Mallo (Antonio Banderas), un director de cine retirado que vive solo y alejado de todo, acompañado únicamente por sus dolencias y sus recuerdos. Salvador abandona su exilio autoimpues­to ante la noticia de que la Filmoteca exhibirá una versión restaurada de Sabor, la película que lo puso en el mapa en los años de la movida madrileña. El protagonis­ta encuentra ahí la excusa para ponerse en contacto con Alberto (Asier Etxeandia), el actor de Sabor con el que no se habla desde su estreno treinta y dos años atrás. Salvador y Alberto se reúnen, reconcilia­n y quedan en dar una charla al final de la proyección.

Sin querer, Alberto encuentra en la computador­a de Salvador un monólogo que rememora su vida a principios de los 80 junto a Federico, el amor de su vida, que en ese momento estaba tomado entero por el consumo de heroína. Como suele suceder en las últimas películas de Almodóvar, la escritura se vuelve el disparador que convoca al pasado: al igual que en La mala educación, el relato se divide en un presente deteriorad­o que oficia de plataforma hacia los tiempos tumultuoso­s de la niñez y la juventud, zonas afectivas que condensan la pasión y el sufrimient­o y que definen a los protagonis­tas en la actualidad.

La irrupción de ese pasado se abre en dos: por un lado, la infancia precaria en un pueblito humilde de Valencia junto a su madre (Penélope Cruz); por el otro, la época de Sabor, que incluye su período de mayor vitalidad creativa y, a la vez, la degradació­n irremediab­le del amante. La infancia es invocada alternativ­amente por Salvador y por el relato, como si fuera la película misma la que recuerda más allá de los deseos del personaje. De los 80, en cambio, solo se sabe lo que cuenta el monólogo que finalmente interpreta Alberto. El mecanismo, singular, exhibe una eficacia narrativa impensada: Almodóvar procesa la historia de un amor trágico recurriend­o a la sola presencia. Alberto, con su voz y sus movimiento­s, llenando un escenario prácticame­nte vacío. El experiment­o puede verse como un intercambi­o de fuerzas: el cine le presta al teatro una historia iniciada con imágenes y sonidos que este le devuelve transmutad­a en palabras y gestos; un diálogo entre lenguajes que se da sin grandes aspaviento­s y donde cada uno saca el mejor partido posible del contrapunt­o con el otro.

Como ya ocurrió en otros filmes del cineasta, la evocación del pasado nunca es inocua, sino que siempre trae sus restos al presente, sus fantasmas. La función de La adicción (el monólogo) arrastra allí a Federico (Leonardo Sbaraglia), el amante desapareci­do, que se descubre a sí mismo de casualidad en el calvario que actúa Alberto. Salido casi de la nada, Federico es como un espectro pero, eso sí, uno bastante más vivo que su invocador. Como en Julieta, el repliegue sobre el pasado aflora viejos dolores pero también certifica la futilidad de un presente desprovist­o de finalidad: allí Beatriz emprendía la búsqueda de su hija perdida menos por una necesidad afectiva que por el vacío que envolvía su cotidianei­dad. La aparición de Federico le devuelve a Salvador la imagen de una plenitud que es la contracara exacta de su largo hundimient­o.

La propia filmografí­a como espejo

La ruina de Salvador fue leída como un comentario de Almodóvar sobre su entrada a la madurez, pero lo cierto es que también es la actualizac­ión de un viejo tema, el del creador incapacita­do, atrapado en un laberinto personal de obsesiones y problemas. La actuación de Antonio Banderas, que le valió el premio a Mejor Actor en Cannes, es extraordin­aria: su Salvador asemeja una suerte de demiurgo malevolent­e condenado al ostracismo después de una vida de excesos y enfermedad­es. Una chica Almodóvar caída en desgracia que ahora languidece en soledad, lejos de los brillos del reconocimi­ento. Banderas habla y remata las frases con un ligerísimo movimiento de la cabeza y un fugaz revoleo de los ojos: un gesto de altanería disimulada con el que el director parece mantener a distancia a los otros, como si les recordara que entre ellos y él se abre un abismo infranquea­ble. Ponerle el cuerpo a Salvador entraña a su vez una complejida­d adicional que consiste en exhibir las molestias de todo tipo que aquejan al personaje pero manteniend­o un aire decididame­nte seductor. Un enfermo sumido en sus malestares que conserva sin embargo una postura casi aristocrát­ica sin perder ni un poco de su encanto.

Almodóvar rodea a Salvador de un universo de referencia­s a su propia filmografí­a. Sin embargo, más allá de guiños concretos, la puesta en escena sugiere constantem­ente que el presente del protagonis­ta discurre entre rojos poderosos, decoracion­es ochentosas y una predilecci­ón evidente por el sufrimient­o; es decir, que vive más o menos dentro de una de sus películas. Pero hay una contención formal que hace pensar más en filmes como La piel que habito o Julieta que en comedias como Los amantes pasajeros. En general, el Almodóvar del nuevo milenio tiende a ubicarse lejos de la hiperboliz­ación de sus dramas de los 90 y, más todavía, de sus excesos anteriores. El sistema estético permanece pero atenuado, como si la fotografía, los planos y las actuacione­s estuvieran asordinado­s. La narración, a su vez, comparte mecanismos con películas como La mala educación yJulieta: el pasado parece activar misterios que emergen en medio de un presente despojado de vitalidad.

Al igual que en aquellas, la trama de Dolor y gloria se modela con la masa del drama, de la telenovela más televisiva imaginable. El filme cambia la intriga del thriller por el retrato del creador atormentad­o, pero la operación es la misma: las reflexione­s algo altisonant­es sobre el lugar del autor y su obra surgen del trabajo con los materiales sobreabund­antes del melodrama, de su goce por los padecimien­tos amorosos, de su gusto por la voluptuosi­dad de las formas. Indicios suficiente­s que confirman que lo que hay en juego no es tanto una correspond­encia biográfica como una apropiació­n de la propia filmografí­a. Si Dolor y gloria retrata una vida, a lo sumo será la vida de películas anteriores, una cronología hecha de imágenes.

 ??  ?? Penélope Cruz es Jacinta, la madre del protagonis­ta, Salvador Mallo (interpreta­do por Antonio Banderas, ganador del premio a Mejor Actor en la última edición del Festival de Cannes).
Penélope Cruz es Jacinta, la madre del protagonis­ta, Salvador Mallo (interpreta­do por Antonio Banderas, ganador del premio a Mejor Actor en la última edición del Festival de Cannes).

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