REALIDAD VIRTUAL EN EL SIGLO XIX
Con una cubierta de barco, sonidos y telones móviles pintados, el Mareorama simulaba la navegación en aguas abiertas. Fue una exitosa y precoz experiencia inmersiva en la Feria Internacional de París 1900.
Ya has disfrutado de algunas de las montañas rusas en realidad virtual más alucinantes? Si tu respuesta es no, es momento de que te aventures a vivir una experiencia cargada de adrenalina con un buen par de gafas VR. Da igual que tu visor sea HTC, Oculus, PSVR o incluso móvil, existen montañas rusas en realidad virtual para todas las plataformas, con escenarios increíbles que te sorprenderán en cada giro. ¿Qué esperas? Atrévete a vivir unas horas de inmersión dentro de una de estas montañas y diviértete al máximo”. Con este tipo de anuncios publicitarios se vende tecnología que ofrece a los usuarios vivir una realidad que no existe o, como se le llama ahora, una realidad virtual. Aunque parezcan experiencias novedosas y futuristas, esto es lo que Jean Baudrillard llama simulacros (modelos de lo real que no remiten a nada verdaderamente real y que, de hecho, suplantan la realidad y dan lugar a una hiperrealidad), y ya existían desde hace más de cien años.
La ciencia y la tecnología se aplicaron a la industria del entretenimiento de maneras y a escalas inéditas. La invención de objetos y formatos lúdicos y, al mismo tiempo, la mercantilización de esos dispositivos generaron nuevas formas de consumo que apuntaban a satisfacer el gusto, la curiosidad y las demandas de entretenimiento de un grand public burgués que se estaba consolidando. La Exposición Universal de París de 1900 significó la culminación de un proceso en el que las exposiciones dejaron progresivamente de ser ferias especializadas, donde las innovaciones industriales se presentaban ante una audiencia profesional, para transformarse en espacios recreativos dedicados a la diversión de sectores mucho más amplios de la población.
En la Exposición Universal de París 1900 hubo un amplio espacio lúdico ubicado a orillas del río Sena, donde se instalaron varios dispositivos de visualización del mundo o de partes de él: el Cineorama, el Panorama Transatlantique, el Palais de l’Optique, el Panorama, el Tour au Monde y el Sena Panorama PoilPot, entre otros. Uno de los más espectaculares fue el Mareorama, un enorme aparato que simulaba la cubierta de un barco sobre la que podían instalarse más de 300 pasajeros virtuales que disfrutaban de los paisajes que sendos panoramas móviles desplegaban a uno y otro lado del “barco”. El Mareorama estaba embutido dentro de un monumental edificio de 40 metros por 34, con una altura de 23 metros, sobre cuyo techo había una terraza abierta al público donde, además, se instalarían bares y cafés.
Como aparato, el Mareorama consistía en una plataforma similar a la de un barco transatlántico de 30 metros de largo por 9 de ancho, sobre la que se ubicarían los visitantes para disfrutar de la proyección simultánea de dos panoramas en movimiento, uno ubicado a cada lado de la plataforma. Para el diseño de los paisajes de los panoramas, el creador del Mareorama, el ingeniero y pintor paisajista Hugo d’Alesi, se inspiró en lo que había observado durante una travesía que había realizado entre Marsella y Yokohama el año anterior. Luego, contrató un equipo de pintores decorativos y de escenas que, durante ocho meses, se dedicaron a transferir los bocetos sobre telas que medían 750 metros de largo por 13 de alto (que se enganchaban a pequeños rieles que se reforzaron con una delgada banda de acero para evitar que se desplomen). En total, los lienzos cubrían una superficie de 20 mil metros. Semejante montaje daba por resultado una es
tructura envolvente que garantizaría una experiencia inmersiva para sus visitantes, desconectada de “lo exterior”. La experiencia inmersiva apostaba a lograr el efecto de la ilusión “de lo real a partir de lo que Horst Bredekamp define como la superposición del espacio de la imagen con el del observador. Para que la experiencia resultara impresionante (o, en los términos de sus actores: “para lograr la perfección del ilusionismo”), los telones móviles representaban paisajes reconocibles: el viaje partía de Marsella y pasaba por Argelia, Sfax, Nápoles, Venecia y Constantinopla.
Pero el impacto que generó no radicaba en esa impresionante estructura envolvente. Lo verdaderamente novedoso del Mareorama era que podía balancearse como si se tratara de un barco real: el movimiento era generado por grandes cilindros asegurados por flotadores e impulsados por motores hidráulicos (que quedaban ocultos por cortinas y accesorios para no romper la magia ilusoria del espectáculo) y que simulaban la marejada de alta mar.
Así, el viaje simulado no solo consistía en un espectáculo visual sino que se transfor
maba en una experiencia corporal y multisensorial, alimentada por la combinación sincronizada del movimiento físico de la plataforma mareorámica y por el desplazamiento de las monumentales imágenes panorámicas. La conjunción de ambos tipos de movimiento producía un punto de vista en permanente reubicación, reeditando un desplazamiento que, aunque ficticio, se experimentaba como real. El Mareorama concebido como “un panorama viviente, un espectáculo animado por una acción dramática en la que espectadores se verían [corporalmente] involucrados (…), donde el movimiento de los panoramas ocupaba todo el campo visual y así da al espectador inmóvil la ilusión de su propio desplazamiento”. Los viajeros virtuales, confortablemente instalados en la plataforma del barco, podían oir el sonido de la sirena al partir, ver el humo de la chimenea, sentir los efectos de la brisa marina y apreciar el “olor salado” del mar, e interactuar con una supuesta flota de tripulantes vestidos a tal efecto.
Si la modernidad construye su carácter único sobre el movimiento incesante y alienado, el Mareorama se inscribe coherentemente en esa concepción de la vida social incluso “negando” su inmovilidad. Reemplaza el anclaje terrestre con la ilusión del movimiento. Pone el mar en la tierra. Puede sacudir el cuerpo de un espectador devenido en viajero sin desplazarlo a ningún
lado. El paisaje panorámico que arrastraba una larga tradición de siglos alejado de espectadores que lo miraban contemplativo desde la lejanía como algo inabarcable, ahora se transformaba en una atmósfera envolvente que interpelaba todos los sentidos.
A diferencia de la crítica sostenida por Baudrillard, puede pensarse que la eficacia de los simulacros de estos dispositivos no radica en que representen alguna dificultad para distinguir la realidad misma de las representaciones sino, justamente, en todo lo contrario: esa eficacia se basó en cierta connivencia entre los usuarios de los dispositivos y sus propuestas ilusorias como sustitutos falsos pero verosímiles de lo real. Al fin y al cabo, pasearse media hora por la cubierta del Mareorama era mejor que no haber conocido nunca el olor del mar. En cierto sentido, las antiparras que hoy nos venden para que nos introduzcamos de manera inmersiva en una hiperrrealidad que nos lleve a experimentar el vértigo de la montaña rusa son el equivalente de los tickets de entrada al Mareorama. ¿No será que la postmodernidad nos sigue haciendo creer que estamos en permanente movimiento cuando lo que nos define es, más que nada la inmovilidad?