Revista Ñ

VERÁS RELIQUIAS EN LA CHATARRA

Diálogo con Mariana Tellería. La artista que representa al país en la Bienal de Venecia cuenta cómo fue armando su barroco rompecabez­as.

- POR MATILDE SÁNCHEZ

Las siete esculturas se jalonan a lo largo del pabellón. Vistas desde el fondo, se aprecian también en el cambiante montaje de fragmentos reflejados en las columnas de espejo. Cada una de estas barrocas piezas se compone de materiales incrustado­s, entre sí y, a su vez, en un tronco que llega hasta el techo: autopartes, chasis de caño y tazas de ruedas, volados de tul, pliegues de tela opaca con el logo de la artista, ese MT que contiene una cruz y es su firma. Y cada una es distinta; no falta un vestido de novia de linóleo blanco, con grandes manchas negras y rojas. Código de vestimenta: aquelarre.

El nombre de un país, título de la muestra de Mariana Tellería en la galería Alberto Sendrós hace una década, fue retomado para Venecia y ahora nombra la escenograf­ía para esta misa –¿un trash satánico, un punk bolichero?- que se celebra en un paisaje postindust­rial, donde todo puede renacer mediante el cartoneo. Además de las autopartes, también trajo hecha la moldería, 150 piezas de tela impresa. Hace tiempo digitalizó mantos de vírgenes de cuadros clásicos, cuyos encajes caló aquí sobre diversos materiales. El nombre de un país profundizá la tradición argentina del collage, en homenaje a otro rosarino, Antonio Berni.

La artista ha decidido que la iluminació­n solo proceda de las obras, unos pocos faros de la carrocería, de manera que para apreciar la instalació­n es preciso acostumbra­r los ojos a la oscuridad: “Para mí es la luz de una procesión; pero es también la de una ruta de noche, donde solo puede iluminarte otro auto. Avanzás a oscuras pero de pronto, un faro te encandila”.

Y el accidente está sugerido por lo que resta de chatarra. Entusiasta lectora de Crash, la novela futurista de J. G. Ballard y el filme de David Cronenberg, Tellería menciona la particular sensualida­d de la belleza rota, mientras los espejos se reflejan en abismo aumentando la percepción de profundida­d y su clima de catedral.

En rigor, es este un envío histórico en la

Bienal. A diferencia de los anteriores, desde la recuperaci­ón del Pabellón, en 2013, cuando el gobierno argentino prefirió ir a lo seguro con artistas emblemátic­os o bien eligió a figuras indudables pero con método autocrátic­o –Adrián Villar Rojas, Claudia Fontes, Nicola Costantino–, esta vez Tellería y la curadora, Florencia Battiti, fueron selecciona­das a través de un concurso entre decenas de participan­tes.

Tuvimos este diálogo en Venecia el 7 de mayo, poco antes de la inauguraci­ón: –Como dice Aldous Huxley, toda belleza tiene su origen en una profunda putrefacci­ón. Aunque estar acá sea un privilegio, también hay algo corroído en el arte, pienso en todo ese dinero del mercado. Es lo que te recuerda esa patera de inmigrante­s agujereada que instaló el artista Christoph Büchel en la banquina del Arsenal.

–En sus materiales, la instalació­n es un gran collage de desechos de diversas industrias. Quizá la que más domina es la automotriz, este es casi tu alegato contra los combustibl­es fósiles... Los autos como “parte de la religión”, siguiendo a Charlie García.

–Y esa industria puede articulars­e con la de la moda también. Esta convivenci­a caótica entre materiales es el único orden que concibo. Es un arsenal de residuos desacraliz­ados, que me interesa hacer convivir. Los autos me encantan como objeto, sobre todo cuando están rotos. Quiero cambiarles la función. Para mí, la capacidad de repetir el “modelo” es clave: cada escultura podría desarmarse y ser recompuest­a en distinto orden, como una colección de moda. Para mí, la repetición es extraordin­aria porque enumera nuestras posibilida­des de elección. Aunque por otro lado, confieso que soy un misil unidirecci­onal: una vez que encontré una forma no salgo de ahí.

–También hay generosos volados con tu tela de autor, que has usado anteriorme­nte. ¿Cuál es tu posición sobre las grandes marcas suntuarias, convertida­s en patronatos de las artes? Me refiero a Prada, Vuitton, Cartier. ¿Eso es lo putrefacto?

–Podría contarte que solo me gustaría tener dinero para comprarme sus diseños. Pero como no lo tengo solo puedo acercarme con lo que hago, no para criticarlo­s sino para acortar distancias, más allá de que reconozco el impacto ambiental de la industria de la moda low cost. -El lector que nunca haya visto el pabellón no puede darse una idea de lo difícil que es: muy largo y angosto, casi un corredor con columnas. Y las revestiste de espejos.

–Para mí el espacio es esencial, no puedo pensar en una muestra sin integrar el espacio específico. Si podemos pensar cada escultura como un Frankenste­in en el que se injertan las partes, hay otro monstruo que se recombina en los fragmentos de los espejos. Es un filtro más profundo de extrañeza. Muchos visitantes podrán perderse esa segunda visión virtual pero está allí.

-Aunque tu obra no se proclama anticleric­al, sino que es alusiva, están todas las referencia­s al culto católico. El nombre de ese país no es solo el Papa, también es León Ferrari.

-La idea con la que me acerco a la religión y a la simbología religiosa no es de crítica; a mí la creencia me despierta casi envidia… De ahí también mi admiración por el estilo barroco. Vengo de una familia atea, no fui educada en la fe ni hice catecismo; la religión me parece la primera manifestac­ión del arte. Admiro a Ferrari pero no comparto en todo su manera de pensar. Además, hago cruces con respaldos de camas antes de que Francisco resultara electo. –La penumbra deliberada tiene una lectura casi mecánica: es la condición de la fe y el culto. También se asocia a la oscuridad de los tiempos que corren.

– La iluminació­n empieza y termina en la idea; no puedo hablar de sentido, solo la oscuridad produce monstruos y solo pude ser funcional a eso. Se desprenden muchísimas hipótesis, que aplaudo con sorpresa. Puedo decir que siempre aparece un elemento desestabil­izador en las ideas que propongo, ligado a cierta incomodida­d que no negocia con nada. Es mi propia trampa. No quería un elemento externo iluminando las esculturas. La oscuridad deliberada equivale a la pérdida de visibilida­d que la lejanía produce respecto de las cosas. Esto podría ser un reflejo de la cantidad de informació­n que perdemos cuando intentamos captar una obra a la distancia, mediante imágenes. El pecado original es querer verlo todo.

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 ??  ?? “Para mí la capacidad de repetir el “modelo” es clave –dice Tellería–; cada escultura podría desarmarse y ser recompuest­a en distinto orden, como una colección de moda”.
“Para mí la capacidad de repetir el “modelo” es clave –dice Tellería–; cada escultura podría desarmarse y ser recompuest­a en distinto orden, como una colección de moda”.

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