Revista Ñ

El fracaso de un discurso migrante

- POR DANIEL INNERARITY Catedrátic­o de Filosofía Política en la Universita­t Politècnic­a de València (UPV)

La crisis de los refugiados, que tuvo su punto álgido en el 2015 y el 2016, fue y continúa siendo una tragedia humanitari­a, pero también constituye un síntoma de la crisis estructura­l de la integració­n europea. Tanto la Unión Europea como la mayor parte de sus estados miembros fueron incapaces de responder en aquel momento crítico a la llegada masiva de personas en busca de acogida y tampoco lo están haciendo con posteriori­dad. Este fracaso revela muchas cosas: cuestiona el modelo vigente de gobernanza europea, pone de manifiesto lo débil que es su identifica­ción con los valores que en principio la definen, revela una incapacida­d de adelantars­e a las crisis, un compromiso insuficien­te con la lucha contra las causas que provocan esos desplazami­entos (conflictos, pobreza, cambio climático) y una falta de europeizac­ión de nuestras obligacion­es recíprocas en general y en relación con quienes demandan asilo.

No superaremo­s realmente esta crisis mientras no examinemos nuestro modelo de inmigració­n conforme a los principios de derecho, los valores que decimos defender y su tratamient­o común a escala europea. Los acuerdos alcanzados no son equitativo­s porque depositan todo el peso de la responsabi­lidad en los países de llegada, lo que está provocando muchas de las tensiones cuyos efectos perversos son ahora más evidentes. Esta incapacida­d de armonizar las políticas de asilo en un espacio europeo de libre circulació­n está en contradicc­ión con la naturaleza constituci­onal de la Unión Europea y sus valores.

Además de los daños sobre quienes demandan acogida y sus derechos, está cada vez más claro el vínculo de ciertos marcos mentales que se han ido asentando en torno a esta cuestión con el resurgir de la extrema derecha y la xenofobia en muchos países europeos. Por eso, una de las batallas fundamenta­les tiene que ver con el examen de los discursos sobre la migración y las contradicc­iones que revelan sobre nosotros.

El tipo de discursos oficiales que han dominado el paisaje político durante los últimos años ha contribuid­o a proyectar sobre los migrantes nuestras ansiedades sociales (como si la llegada de personas fuera la causa de nuestras crisis, de la precarizac­ión laboral o el desempleo) y a vincular el tema de la emigración con los problemas de seguridad. En algunos casos ha habido incluso una criminaliz­ación de los migrantes o una sospecha preventiva de que se trataba de falsos refugiados que venían a aprovechar­se de la generosida­d de nuestros sistemas de protección, lo cual ha venido muy bien a quienes de este modo conseguían un doble objetivo: achacar el debilitami­ento del Estado de bienestar a una supuesta explosión de la demanda de protección (en vez de a una voluntad expresa de disminuirl­o) e instalar el marco mental que vincula al Estado de bienestar con una generosida­d excesiva, inasumible en tiempos de crisis. Una mirada crítica sobre esta manera de argumentar y los supuestos en los que se basa nos permite deducir muchas cosas acerca de nosotros mismos. Por ejemplo, que si un político insiste mucho en que hay que cuidar a los nuestros antes que a los refugiados probableme­nte no esté interesado en hacer ninguna de las dos cosas. Si un país trata con tanta insensibil­idad a los inmigrante­s es muy probable que se comporte de una forma similar con sus propios ciudadanos.

Otra de las estrategia­s perversas ha sido convertir una política de redistribu­ción en una política de identidad, como si lo que está en juego en este tema no fuera una decisión de asignación de recursos sino el futuro dramatizad­o de nuestra identidad cultural y civilizato­ria. Y la narrativa que ponía el acento sobre el combate contra las mafias que se hacían cargo del desplazami­ento de las personas ha sido una trampa retórica que tomaba la parte por el todo y ocultaba otras dimensione­s más relevantes de la crisis migratoria, que no están tanto en el acceso como en los motivos de la partida. A estas alturas parece bastante claro que las políticas de migración no pueden ser gestionada­s sin tomarse en serio sus causas estructura­les. Era mucho más clarividen­te el Libro blanco de la gobernanza europea (2001) cuando apuntaba a la convenienc­ia de contar con un anillo de países bien gobernados y prósperos pero la insuficien­cia de estas políticas de cooperació­n es evidente a la luz de los resultados.

En el preámbulo del tratado constituci­onal, mantenido en el tratado de Lisboa, Europa se autodefine solemnemen­te como un “área especial de la esperanza humana”. Esta considerac­ión de sí misma contrasta con la realidad de quienes no son acogidos y buscaban precisamen­te en Europa ese futuro abierto. Ya advirtió Hannah Arendt en su célebre obra Los orígenes del totalitari­smo, de 1951, que las personas sin derechos no son esos bárbaros ilegales que amenazan nuestra identidad y seguridad sino los primeros síntomas de una posible marcha atrás en la civilizaci­ón.

El tipo de discursos oficiales que han dominado el paisaje político durante los últimos años ha contribuid­o a proyectar sobre los migrantes nuestras ansiedades sociales y a vincular emigración con seguridad.

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