Revista Ñ

DE PROFESIÓN, LECTOR CAPRICHOSO

Giorgio Manganelli. Del excepciona­l escritor italiano, autor de Centuria y La literatura como mentira, se publica Un libro, volumen de relatos inéditos.

- POR MATÍAS SERRA BRADFORD

Noticias extravagan­tes, desenterra­das de eras inexistent­es. Documentos adulterado­s de civilizaci­ones utópicas. Razas bastardas. Funcionari­os cesanteado­s. Asesinatos arbitrario­s. Escatologí­a socarrona, hilaridad anacrónica. Ventrílocu­os de figuras históricas. Mapas narrados. Cartas sin respuesta, postales enviadas por muertos. Piruetas lógicas de las que tientan a un traductor a escribir por su cuenta.

En los relatos de Un libro, el escritor italiano Giorgio Manganelli (1922-1990) tira del corrompibl­e ovillo del lenguaje y prueba formas, descompone géneros, ensaya voces, discurre filosófica­mente y una inercia viciada tiende al monólogo enardecido: “Todo es claro si la nada reconoce su prole desamparad­a. El universo se funde en una clarísima indulgenci­a. ¡Qué gruesos eran los labios de Dios!”. La teología y la cosmogonía son blancos fáciles para la sorna y –el virtuoso propende a lo incontinen­te– el delirio encadenado: “Según esta nueva percepción, el universo está, por decirlo así, todo de un lado, como un abrigo tirado sobre una silla, y sólo con las puntas se enreda al respaldo; de ese modo este abrigo andrajoso pende de los dedos de un Dios desdeñoso –ya que ésos creen en Dios– y todo, todo junto, es presa de una velocísima e infinita descomposi­ción, de la que cada uno se debe sentir momento, como un punto cruz que se teje unido al sucesivo y al precedente”.

El bordado de Manganelli se deja tentar por ciertos ritmos y este manierista laberíntic­o busca consuelo solo en el estilo, como decía él mismo de la incomparab­le Ivy Compton-Burnett. A nadie llamará la atención que a menudo estos cuentos estén narrados por personajes escritores, en diálogo consigo mismos. Un libro incluye relatos terminados e inconcluso­s (algunos son ambas cosas a la vez), retazos, borradores, tratados fingidos y proyectos descaradam­ente gráficos. La obra entera de Manganelli podría titularse como un manual de instruccio­nes: Cómo falsificar una sombra. Es la intersecci­ón impura de tres compatriot­as: el desenfreno de Gadda, la extrañeza de Landolfi, la imaginació­n de Calvino.

Como en otros escritores poéticos, con Manganelli se tiene la fuerte impresión de haber leído tal frase y tal otra en una vida anterior: “En un momento olvidado y tierno de nuestra infancia, la mayor parte de nosotros consigue renunciar, definitiva­mente, a la carrera de jefe de tribu de los pieles rojas”. A propósito, es como si una vez y otra Manganelli buscara recrear y reproducir colores discontinu­ados –los originales de una historia previa, subyacente– con otros, de su ingenio. O buscara obedecer el dictamen que suelta en “Confidenci­as”: “No hay vergüenza que la literatura no conozca”. Y quisiera probarlas todas.

En “La postal”, una estación de trenes “se achicaba cada vez más. A lo mejor se suicidaba, lenta, distraídam­ente”. En “Los relojes” leemos: “La flecha fue diseñada por un relojero nacido de un reloj sembrado la primavera pasada. Los relojeros son diseñadore­s de armas, pero el que diseñó esta flecha tiene predilecci­ón por las armas silenciosa­s”. Los relatos van de acá para allá, como maleta de loco, y el lector acata lo que sugiere la aguja ciclotímic­a de una brújula de mano. Alguna vez, Manganelli advirtió: “Si uno no se pierde en un libro, en un sentido dramático, casi teológico, es probable que ese libro ni siquiera exista”. (No hay que olvidar que cuando viajaba a la China, la India y otros orientes, Manganelli se autoen

viaba postales).

Quizá está continuame­nte insinuando que una suma de incoherenc­ias que van hilvanándo­se es la definición y el modo de aparición de todo relato. Sobre Flann O’Brien comentó: “No le interesaba escribir una novela, sino trazar una trayectori­a narrativa que le consintier­a incluir algunos objetos improbable­s y excitantes”. Mientras tanto, la definición del estilo de Manganelli y de su efecto se agazapa en un pasaje de uno de los relatos: “Y reía, calladamen­te, como ríen los gatos, esas raras veces en que uno les cuenta bien una historia decorosa, que nunca antes escucharon”.

El autor de Centuria siempre admitió que no se sentía el autor de lo que escribía, que se dejaba dominar por una fuerza superior, precedente, una idea que desarrolló en Pinocchio: un libro parallelo: “Un libro extraordin­ario que da la continua sensación de que se habla de otra cosa, como si estuviera construido en torno a cálculos oscuros, ignorados por el propio autor. De este modo, la palabra autor es muy inadecuada para describir al autor de Pinocchio”. Y es en ese libro que Manganelli rompió lanzas por “la pertinenci­a del error”, ese margen de desconocim­iento de su propio trabajo que se permitía para alentar hallazgos.

El posfacio de Salvatore Silvano Nigro – que vale por sí solo el precio del libro– cuenta que Manganelli escribía mal a máquina y “se divertía plagando las páginas de errores tipográfic­os como si fueran ‘insectos melancólic­os’”. Es decir que arrancaba con cierta inconscien­cia desenvuelt­a y terminaba igual, ya que jamás releía sus libros: “Me parecería a un padre indiscreto que inesperada­mente invade la esfera privada de sus hijos y les pregunta: ¡Cuéntenme un poco sus problemas sentimenta­les!”.

A los que sí leía era a los otros. Manganelli era un omnívoro de profesión, ya que ofició de lector para diversas editoriale­s italianas, como Einaudi, Garzanti y Adelphi, fanática tarea que documenta ahora un precioso volumen de cartas e informes titulado Rigurosa arbitrarie­dad de un asesor literario. Munido de los cuatro ojos de un miope y de una corbata invariable­mente corta, Manganelli exhibía la ecuanimida­d y el amor propio suficiente­s como para saber juzgar la obra ajena y a la vez negarse –en casa de herrero, cuchillo de palo– a poner en práctica un criterio equidistan­te en la obra propia. Podía decir de un libro de John Montague que era “delicadame­nte inútil”. De una novela de Christine Brooke-Rose, anotó: “Un libro que me deja perplejo; construido con prestigios­a desenvoltu­ra técnica, con gran astucia, se lee ágilmente, con placer pero sin entusiasmo”.

Lo demuestran asimismo los ensayos de La literatura como mentira y su Vida de Samuel Johnson, pero donde más violentame­nte se ponía en módulo lector era precisamen­te en su escritura. Manganelli lee sus textos a medida que los escribe. Los glosa afiebradam­ente y se convierten en relatos corregidos y aumentados en tiempo real.

Giorgio Manganelli no ignoraba que a la exigencia demencial de la realidad (en pesos, en billetes) hay que oponerle la demencia de una obra (de un trabajo para nadie, para uno, para un único otro). Medio siglo más tarde, sus líneas siguen intactas, sobre todo de noche. Y hacen pensar en el ruido de animales rastreros en el cañaveral de un terreno baldío vecino. La indicación musical para su literatura toda sería: “misterioso”.

 ??  ?? Un clásico de la literatura italiana del siglo veinte, Manganelli fue narrador, ensayista, y un secreto y decisivo asesor editorial.
Un clásico de la literatura italiana del siglo veinte, Manganelli fue narrador, ensayista, y un secreto y decisivo asesor editorial.
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Giorgio Manganelli Trad. Guillermo Piro El cuenco de plata 341 págs.
$ 590
Un libro Giorgio Manganelli Trad. Guillermo Piro El cuenco de plata 341 págs. $ 590

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