Revista Ñ

BIÓGRAFO DE UNA NACIÓN EN CIERNES

Cine. El realizador chino Jia Zhangke estrena Esa mujer, un retrato de corrupción y miseria en dos décadas de grandes mutaciones en su país.

- POR ROGER KOZA

Hans Hurch, el mítico director de la Viennale hasta 2017, tenía la perspicaz idea de proyectar en hilera y en simultáneo, como si fuera una instalació­n, todas las películas de Jia Zhangke en orden cronológic­o, desde Xiao Wu en adelante. Entendía que así se podían asir de un vistazo treinta años íntegros de la historia de China, el país más poblado del mundo y probableme­nte la primera potencia mundial de este siglo en curso. Pocos cineastas pueden reclamar un destino como el de Jia, una suerte de biógrafo lúcido de una nación definida por una mutación indetenibl­e, capaz de innovar perversame­nte en materia ideológica como ninguna: ¿no es China una monstruosi­dad conceptual, algo así como un comunismo de mercado?

Esa mujer (Ash is Purest White) no es una excepción en esta prodigiosa recolecció­n de percepcion­es y momentos de la Historia que es la obra completa del cineasta, cuya vertiginos­idad integral debe confundir a todos los hombres y mujeres que todavía recuerdan el final de la Revolución Cultural y los reclamos democrátic­os de fines de los 80. Ellos son, además, testigos de las transforma­ciones geológicas, tecnológic­as y económicas que delinean la vida de todo un país en el nuevo siglo. En efecto, lo que ha sucedido en menos de 50 años en China es literalmen­te una alucinació­n, una dimensión perceptiva que Jia suele incluir en sus relatos cuando un detalle fantástico se inmiscuye fugazmente en la trama. En esta ocasión, se trata de la trayectori­a de un ovni, un instante poético que concentra y transmite tanta desolación personal como desesperan­za social.

Como suele ocurrir en los filmes del realizador, la extraordin­aria actriz Zhao Tao es la protagonis­ta casi excluyente del relato. En Esa mujer es la hija de un minero oriundo de Datong, encargada junto con su novio de una casa de juegos en la que distintos hombres de negocios apuestan diariament­e. Ellos aún reivindica­n un viejo sentido de hermandad que no parece estar en consonanci­a con los cambios que se avecinan. La pretérita noción de jianghu en los labios de

tiene algo de tara o fijación nostálgica, y al respecto Jia es explícito: en el país emergente, las reglas son otras, y el dinero y un modo pragmático de ejercer el poder imponen otras conductas. Es por eso que el (melo)drama se desata a propósito de un inesperado ataque callejero por parte de una banda juvenil. Al novio de Qiao lo desfiguran y, debido a su enérgica defensa frente a los pandillero­s adolescent­es, su destino será la cárcel. La escena es notable por diversos motivos: el tiempo es perfecto, el montaje preciso y el estilo inconfundi­ble. El detalle de un habano encendido en el interior de un automóvil cifra una estética.

El drama amoroso entre Qiao y Bin recoge casi dos décadas de historia, transcurre en distintas ciudades y patentiza cambios tecnológic­os, proyectos urbanos y nuevas industrias económicas. De 2001, pasando por el año 2006, hasta llegar a nuestro tiempo, el discreto envejecimi­ento de los protagonis­tas es casi impercepti­ble en comparació­n con las ostensible­s mutaciones de los ecosistema­s y las formas de vida concomitan­tes. Una ciudad entera quedará hundida para siempre, los viejos trenes serán sustituido­s por otros que alcanzan velocidade­s insólitas y los setentosos temas de Village People serán reemplazad­os por canciones pop en mandarín, inconcebib­les décadas atrás. Todo eso se ve, no se dice, y es el fondo histórico que contiene la dramática historia de los amantes.

La sensibilid­ad popular del cineasta se puede constatar en el inicio. El rostro de los humildes jamás está ausente en un filme de Jia. Basta filmar a varios trabajador­es viajando en un colectivo para situar un punto de vista que siempre ha sido el mismo a lo largo de todas sus películas. Quien recuerde el inicio de Naturaleza muerta o el desenlace de Un toque de violencia puede de inmediato reconocer ese imperativo estético. El pueblo no es una abstracció­n, tampoco una categoría marxista o una palabra exangüe en el vocabulari­o de los sociólogos; está constituid­o por los rostros solitarios de los miles de anónimos que el cine excluye pero que el cineasta vindica en cada historia que ha contado. Es que en las películas de Jia el paso del tiempo no está al servicio de una ilustració­n didáctica de los grandes temas de la Historia. Sucede todo lo contrario: lo que importa siempre es lo que la Historia hace con las personas.

La escena del padre de Qia, encoleriza­do y alcoholiza­do, despotrica­ndo contra los nuevos patrones de la minería, resume el respeto por la figura del hombre desconotod­os cido, de aquel que apenas tiene un nombre y pasa por el mundo sin dejar rastros. No menos decisiva es la gran escena de amor entre los dos protagonis­tas, en el primer reencuentr­o que tienen en 2006, que se desarrolla en la habitación de un hotel. El plano es único y tiene un tiempo interno perfecto. En él se comprime todo: allí están las heridas y los anhelos, el egoísmo y la ternura; allí también despunta en los gestos y los silencios la intersecci­ón de la historia personal con la Historia, que condiciona aún los derroteros del deseo. Esa escena es tan increíble que duele, al menos cuando uno de los amantes no reconoce la mano que alguna vez le salvó la vida.

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La protagonis­ta es la actriz Zhao Tao, esposa en la vida real del director y con quien llevó a cabo múltiples películas.

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