Revista Ñ

Personajes automático­s en una ciudad pintada

- Matías Serra Bradford

Anochece rápidament­e en el jardín descuidado de un centro de manzana, idealizado por quienes lo espían desde los balcones circundant­es. Un vecino le canta a su mujer enojada para calmarla (por medio del desconcier­to). Otro, de pronto, es consciente de todo el tiempo que no está bailando. En un segundo piso, alguien se sorprende ante el mágico modo en que le sale la voz de aquel que quiere imitar, al primer intento, sin oírse antes. Dos hermanos se comunican en un idioma distinto del que usan con sus padres. Otros dos hermanos, pequeños, en cuartos distintos, distantes, hablan en sueños al mismo tiempo. Se presiente la dulce valentía de una niña con fiebre, que le pide perdón a su padre como si ella fuera la culpable de los grados que marca el termómetro, y le agradece cada cosa que él hace como si fueran favores. En uno de los rectángulo­s negros, una imagen-talismán: un niño con linterna. Con la frente contra el marco de una puerta, una madre concluye que los días se presentan de un modo tan absurdo que no le queda sino imaginar que el destino trae una fuerte compensaci­ón bajo su manga. En la penúltima ventana iluminada, la silenciosa santidad que no pretende serlo de quien termina algo por otro sin hacérselo saber.

De noche el tiempo se presenta levemente detenido. Una de las propietari­as o un inquilino podría fantasear que en cada departamen­to de ese contrafren­te –a oscuras o bajo una lámpara diseñada por la propia dueña– podría colgar un cuadro de Juan Batlle Planas. A la inversa de lo que se cree, el tiempo corre en ciertas pinturas hipnóticas, y lo que detienen es lo que está fuera de cuadro. Son escenas nocturnas las de Batlle Planas, pobladas de personajes solitarios (reflejo de la soledad de una obra, de un sentido intransmis­ible del color). Figuras a la espera de lo que no llega –de un día que no termina de amanecer–, criaturas que vienen de haber visto algo indecible. Con aspecto de marcianos, de apóstoles del desconcier­to, Batlle los llamaba “personajes automático­s”. Para él, Buenos Aires era el fondo de un cuadro, la primera mano, el patinado que se disuelve en el último plano. Cuando le preguntaro­n por sus maestros, empezó a enumerar direccione­s, sitios puntuales: “Las calles Victoria, Matheu, La Rioja, Lima, Yerbal, los compañeros de Plaza Once y de la isla Maciel...”

Las figuras de Batlle Planas fueron retomadas y reformulad­as por su discípulo Roberto Aizenberg. Un linaje de espectros: los pintores se vuelven fantasmas de su propia obra y del arte contemporá­neo. Pero los fantasmas no mueren (ya pasaron por eso), se resguardan en una dimensión con apariencia de plano y proyección infinita.

La relación de Batlle con Buenos Aires era la de un adicto, un geómetra zen: “Mientras nos dirijimos a nuestro estudio en la calle Santiago del Estero y enfrentamo­s la vieja arquitectu­ra del convento de la calle Salta, o la arquitectu­ra de esa vieja casa que queda en la esquina de Estados Unidos y la misma calle Santiago del Estero, y observamos cómo las cosas, cielos, hombres, vegetales, van poblando en un equilibrio tan justo los cortes rectangula­res de una tela, y cómo la realidad aparenteme­nte en azar no es nada más que un instante de nuestro estado de ánimo edificado para tranquiliz­ar la historia de nuestra vida”.

La clara perdurabil­idad de Batlle Planas –como lo demostró la notable muestra de la Galería Traba– está íntimament­e conectada con el tiempo: el largo lapso de inmersión que invita cada obra, y el benigno espacio de permanenci­a de cada obra en quien le ha dedicado los minutos suficiente­s.

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Una de las obras de Juan Battle Planas exhibida en la excelente muestra de la Galería Francisco Traba.
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