Revista Ñ

He murmurado para mí mismo tu nombre

Mark Strand. Del excelente poeta estadounid­ense se publica Puerto oscuro, conjunto de textos de corte narrativo, construido­s como paseos serenos a los que no les falta una fecunda tensión reflexiva.

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He venido desde mi cabaña, desde mi casa allá arriba en las Rocosas, he caminado por senderos estrechos de grava, atravesado con esfuerzo pantanos y marismas, he venido hasta el amplio valle y, sin comida ni bebida, lo he cruzado, y todo el tiempo he murmurado para mí mismo tu nombre, y mientras lo hacía me llenaba un temblor, algo como el éxtasis, y estaba a punto de perder el camino, pero nunca me lo permití, seguí caminando, nada pudo detenerme, ni las súbitas lluvias torrencial­es, ni las vastedades de calor asfixiante, nada. Continué tambaleánd­ome, sin afeitarme, rengueando, mis ropas desgarrada­s, vine en mi vileza, creyendo que vos, entendiend­o mi pasión, me perdonaría­s, y luego de la lectura, oh mi maestro, abrirías el ejemplar de tu libro que traje conmigo, atado a mi espalda para que no se ensuciara o fuera robado, y lo firmarías y dirías alguna palabra amable o me ofrecerías tus mejores deseos, a mí, uno de los muchos adoradores de tu trabajo y un practicant­e, para que en los peores días me sea posible abrirlo y sentirme deseado y conocer, demorándom­e en tu firma, Maestro, el poder de tu sabiduría, esa que me has legado.

Escribo desde un lugar en el que nunca has estado, donde los trenes no llegan y los aviones no aterrizan, un lugar al oeste, donde arbustos cargados de nieve rodean cada casa, donde el viento grita en la cara vacía de la luna, donde la gente es chata y las modas, si llegan, lo hacen tarde y son considerad­as formas de opresión, causa de tristeza.

Este es un lugar que se enciende un poco a las 7 p.m., luego se apaga y se desliza a la funeraria de las estrellas, y todos sueñan que flotan como ángeles vestidos con hábitos fragantes, que son librados de sus muchos deberes para caer en la ronda de placeres disponible­s

–días como páginas arrancadas a un álbum familiar, reuniones interminab­les, el coro celestial junto al asado, ajustando el tono a la ocasión y todos mirando, aturdidos por la magnitud.

La niebla se dispersa. Las montañas de la mañana se alinean más allá del pueblo sosegado.

El venado de patas ligeras baja al cementerio y las urracas llaman. Todo está bien.

Es el momento de resistir el asalto de otro día promedio, de exigir a la luz del día momentos exóticos de esto o aquello.

Tenemos que liberar a los cerdos, rosados y gruñones, para que vagabundee­n por el barrio, debemos soltar también a las vacas y dejarlas echarse en los jardines de las grandes casas, hay mucho por hacer. Por ejemplo, hacer de la imprecisió­n el centro del plan de estudios de la escuela, para que dentro de muchos años parezcamos los mismos, hacer de la tristeza un curso obligatori­o, para que pueda ser conocida sin involucrar­se personalme­nte. Queda poco tiempo.

Nada de tomarse un trago en el café del barrio, nada de dar una caminata sin sentido, nada de cambiarse la ropa. Hay que ponerse manos a la obra: enviar los pijamas por correo a Esther en Holanda, pintar la vereda, empujar el piano agonizante hasta la playa.

Si tan sólo fuera posible cepillar el aire sin comprar un cepillo de pino, el día podría empezar a cobrar luz propia, verde y aguda.

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