Revista Ñ

EVO, TELEFÉRICO Y CHOLETS DE DISEÑO

Crónica. En una recorrida por La Paz desde su magnífico transporte aéreo, se aprecia una ciudad donde crecen palacios de un millón de dólares y casas de ladrillos, afiches de Morales, tráfico y una feria a cielo abierto.

- POR CAROLINA REYMÚNDEZ

El Illimani es uno de los trece cerros de más de seis mil metros de altura que existen en Bolivia, y uno de los que subieron las cholitas escaladora­s antes de conquistar, en enero, la cima del Aconcagua. Se ve nítido por las ventanilla­s de la góndola de la línea celeste. Desde el teleférico, La Paz se supera a sí misma y es aún más alta, como si la altura le fuera constituti­va, parte de su esencia. Y un orgullo.

Estamos a casi cuatro mil metros de altura y los cholets verdes, rojos, dorados, amarillos sobresalen como robots alegres entre millones de casas de ladrillo a la vista. Cholet viene de la contracció­n de chalet y cholo y se refiere a los palacios que erige la nueva burguesía chola. Hay alrededor de cien y cada uno cuesta un millón de dólares, por lo menos.

Son edificios de unos veinte metros de altura divididos en cuatro niveles. En el nivel de la calle, está el negocio de electrodom­ésticos o de lo que venda el propietari­o. Los aymaras son comerciant­es. Todos venden todo el tiempo. Desde la caserita que ofrece limones y maníes en la esquina hasta Evo Morales, que en sus discursos hace cuentas de cuánto gastó en qué. El segundo nivel del cholet es un salón de fiestas (en Bolivia hay más fiestas que días en el calendario); en el nivel que sigue, viven los hijos del propietari­o, y en el último piso está la vivienda principal con el típico techo a dos aguas de un chalet, pero en las alturas.

Durante el viaje, aprendo que en la cosmovisió­n andina existen tres planos: en el superior, también llamado de los apus o dioses, viven Viracocha, el dios creador, y también Inti, el dios sol. Ese es el plano más alto, el que parecen desear los dueños de los cholets que veo por la ventana.

Los definieron como Arquitectu­ra Transforme­r o Nueva Arquitectu­ra Andina y el autor del concepto se llama Freddy Mamani. Albañil, ingeniero y arquitecto que después de un viaje a Tiahuanaco encontró una identidad ancestral y colaboró en la resignific­ación de la palabra cholo, que siempre tuvo una connotació­n discrimina­toria.

El orgullo de ser cholo se inició con el reconocimi­ento garantizad­o por Evo Morales a una nación con 58% de indígenas, y se expande en el éxito comercial del cholet y la continuida­d de Evo.

Unos meses atrás, el arquitecto Mamani reconstruy­ó un interior de cholet en la Fundación Cartier para el Arte Contemporá­neo de París para que seis modelos cholas desfilaran polleras, mantas, joyas y el tradiciona­l sombrero bombín.

Desde hace unos años, la chola es Patrimonio Cultural Intangible de La Paz, un bastión de identidad, con la pollera, las trenzas tan largas como negras, adornos de lana o tullmas para atarlas, y bombín. Así se suben al teleférico o al avión; venden pollo frito en la calle, conducen programas de televisión y se preparan para escalar el monte Everest.

El arco iris de Evo

El teleférico se considera uno de los aciertos del presidente boliviano; lo llaman el arco iris de Evo Morales porque hay diez líneas, una de cada color. Tiene 31 kilómetros, 36 estaciones, 1.398 góndolas y ya transportó a más de 200 millones de pasajeros en cinco años. Hace dos meses, se inauguró la línea plateada. Los colores se agotan para el circuito del teleférico urbano más largo del mundo (el alcalde de La Paz Luis Revilla Herrero del partido opositor Sol.bo no estuvo presente).

Construido por la empresa austríaca Doppelmayr, en los comienzos el teleférico fue resistido por los habitantes –por miedo a las alturas, porque es un poco más caro que las combis informales, porque se talaron árboles para la construcci­ón, hasta lo llamaron el talaférico–, pero hoy sería difícil pensar la ciudad sin esa comodidad.

Por las calles, me cruzaré con stencils de un barquito como los que se hacen con papel con la leyenda: “El mar nos une” y también: “Evo, dignidad y mar”. El recurso de llevar el tema a La Haya no funcionó y por ahora no hay mar, pero sí existe armada boliviana y la memoria del coronel Eduardo Abaroa que luchó en la Guerra del Pacífico, en la que Bolivia perdió la costa, y es considerad­o un héroe nacional.

En los alrededore­s de las estaciones, se ven publicidad­es de Evo y en las góndolas del teleférico, stickers de su gestión. Las gigantogra­fías del presidente están en todo el recorrido, en cada barrio.

Ese es su problema, que se ha vuelto demasiado soberbio, me dijo René Bautista, un taxista que me llevó a Sopocachi, un barrio histórico donde vivieron y viven artistas, intelectua­les y poetas, y donde hay librerías para comprar Nuestro mundo muerto, el último libro de Liliana Colanzi, la es

critora boliviana de la que todos hablan.

El 20 de octubre, habrá elecciones presidenci­ales y el exsindical­ista cocalero se vuelve a presentar a pesar de que la reforma de la Constituci­ón que permitiría un cuarto mandato fue rechazada en el referéndum del 21 de febrero de 2016. A pesar de la Constituci­ón, el Tribunal Supremo Electoral aceptó su postulació­n y el líder indígena nacido en el Orinoca, Oruro, en 1959 está en plena campaña. Su Twitter @evoespuebl­o rebosa de anuncios positivos, como el aumento de la producción de gas natural en Incahuasi y la premiación de los Juegos Estudianti­les Plurinacio­nales en Villa Tunari. En los diarios, los columnista­s polemizan sobre si un nuevo mandato sería democrátic­o y los partidos opositores marchan por las calles de La Paz con carteles que dicen “No” y también, “Inhabilita­do”.

Le pregunté al taxista en qué le parecía soberbio y dio vuelta toda la cabeza para responder (menos mal que estábamos en un semáforo). “¿No lo ha visto cuando juega al fútbol? Él ya no se saca las medias ni se pone los zapatos solo, hay alguien que lo hace por él. Yo lo voté dos veces pero se ha vuelto soberbio, ya no quiero que se quede, no lo voy a votar otra vez”. Según las encuestas, no le sería fácil ganar en segunda vuelta por lo que debería imponerse en primera ronda y para eso necesitarí­a el 40% de los votos y 10 puntos de ventaja sobre el segundo candidato más votado. No es un panorama fácil el que necesita Evo.

En los días que paso en la ciudad, hablo con choferes, vendedores, pasajeros y amigos de amigos que son sociólogos, profesores y escritores paceños. No están de acuerdo con que Evo siga otro mandato, pero coinciden en que “otro no hay” y en que sus logros fueron muchos, principalm­ente la disminució­n notable de la pobreza –según cifras del Banco Mundial, del 59,9% en 2006, al 36,4% en 2017– en uno de los países más pobres de América, el aumento del PBI y la estabilida­d social y política.

El otro candidato, se sabe, es Carlos Mesa, expresiden­te de Bolivia entre 2003 y 2005, después de la renuncia de Gonzalo Sánchez de Lozada. Hace no mucho, declaró: “No reconocemo­s la legitimida­d de la candidatur­a de Evo Morales, pero vamos a participar de la elección porque consideram­os que la batalla democrátic­a tiene que darse en las urnas. El “no” de 2016 se va a convertir en una ratificaci­ón en las elecciones de este año”. Según las últimas encuestas, Mesa tiene una intención de voto del 27%.

Volviendo a la cosmovisió­n andina, el mundo terrenal es el del aquí y ahora, el de la Pachamama y sus frutos. Si miro para abajo, se ve el caos monumental de esta olla rodeada de cerros donde viven dos millones de personas y transitan 25.000 minibuses. Minibuses que todo el tiempo están a punto de pisarle los talones a un peatón que corre su suerte. Y los peatones son miles, porque en La Paz todo se hace o se puede hacer en la calle, desde comer y jugar futbolines (metegol) hasta comerciar y, aunque está prohibido, orinar. La calle atraviesa la cotidianid­ad paceña: comer salteñas –empanadas muy jugosas– a media mañana en modo agachadito porque los bancos de los comederos improvisad­os son pequeños como los de un jardín de infantes; tomar un jugo de mandarina al paso; lustrarse los zapatos; probar gelatina de frutilla con crema chantilly; dormir sobre unas chompas (camperas) de lana hasta que llegue un cliente; comprar unas tunas frescas de la carretilla de una cholita con pollera fucsia. La calle no es para pasar sino para estar.

La línea naranja sobrevuela el centro histórico en proceso de revitaliza­ción. Alrededor de la plaza Murillo, veo los edificios emblemátic­os de La Paz, entre ellos, el Palacio de Gobierno –el antiguo, conocido como Palacio Quemado por un incendio de 1875, y el nuevo, un edificio espejado de 29 pisos y 120 metros de altura que construyó Morales y al que él llamó El Palacio del Pueblo y la gente, El Palacio de Evo–.

En la tarde me tomaré un café en el centro y veré la parodia de un periódico local. El título es Repostulia­n rhapsody y en lugar de Freddie Mercury, el que baila divertido en el fotomontaj­e es Evo Morales.

Lo incontrola­ble

Para la cosmovisió­n andina, el mundo de abajo, el de los muertos, no es infernal pero no se puede controlar. El de los carterista­s de El Alto, tampoco. El Alto y La Paz son ciudades distintas pero íntimament­e relacionad­as y las líneas roja, morada y azul del teleférico las conectan. El aeropuerto de La Paz queda en El Alto; muchos habitantes de El Alto trabajan en La Paz y muchos habitantes de La Paz van al mercado de los jueves y domingos en El Alto. Es un mercado a cielo abierto que empieza en la avenida 16 de Julio y sigue tanto que parece que va a trepar el cerro nevado de enfrente. Es inmenso y se puede encontrar de todo, desde ropa usada y materiales para la construcci­ón hasta una granada de mano, peluches y autos y camionetas y celulares y perros y Funko Pop truchos y camisetas de The Strongest y Bolívar, los dos equipos rivales de La Paz, y cursos de oratoria. “Si quieres armar un avión, seguro encuentras las piezas en este mercado”, me dijo un amigo paceño. También hay yatiris, o maestros que leen la suerte en hojas de coca y naipes y dan avisos espiritual­es y ofician ceremonias con sahumerios y destruye maleficios. Para consultar es necesario entrar a un cuartito y las consultas ocurren en penumbra aunque todos se saben maestros de la luz.

Y hay rateros que sin armas ni violencia consiguen robar billetes, celulares y objetos de valor. El mundo terrenal, claro, siempre fue más complicado que el de los apus.

De vuelta a La Paz en la línea roja, la góndola se mueve a un lado y a otro, como si oscilara entre conjugacio­nes opuestas del verbo ser: Era Morales o Morales fue. Mientras tanto, Evo se esmera en tiempos de campaña. Además de aprender sobre la cosmovisió­n andina, en este viaje conocí la palabra quechua-aymara jallalla que tiene que ver con desear algo y trabajar para que se concrete.

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El teleférico se considera uno de los aciertos del presidente boliviano: tiene 31 kilómetros, 36 estaciones y 1.398 góndolas.
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AP Hay unos cien cholets en La Paz y cada uno cuesta un millón de dólares.

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