BUSCANDO AL VERDADERO DAVID HOCKNEY
Ficción y realidad. Una novela recién publicada sobre la vida del pintor británico y la restauración de la película A Bigger Splash desdibujan las fronteras entre biografía y el arte.
No tocar”, los letreros amonestan, recordándonos que los museos de arte no son zoológicos para acariciar animales. Piden que mantengamos una respetuosa distancia de los objetos de nuestra fascinación. Pero igual tratamos de aproximarnos, de colocarnos más cerca… no solo del arte sino también de la vida a menudo velada de sus creadores. Afortunadamente, las librerías y los cines no tienen esas restricciones y los espectadores deseosos de contemplar los dramas de la vida artística siempre pueden recurrir a las biografías.
En una era en la que tantos artistas visuales combinan distintos medios, los biógrafos también desdibujan las fronteras. El 21 de junio, A Bigger Splash, un entretenido seudo-documental sobre David Hockney realizado en 1973, se estreno en una versión restaurada que lleva la alta definición a la altitud aun mayor del 4K.
Al mismo tiempo, el breve y elegante libro de Catherine Cusset, Life of David Hockney: A Novel, que salió en Francia el año pasado, acaba de ser publicado en inglés por Other Press.
El título del libro es una divertida provocación, así como una autocontradicción irritante. ¿Cómo puede un libro sobre un artista ser una biografía y una novela al mismo tiempo? La novelista francesa Cusset nunca había visto al artista cuando se sentó a reflexionar sobre su vida interior y no hizo ningún intento de contactar a Hockney, que cumplirá 82 años el 9 de julio y sigue siendo uno de los artistas británicos más célebres.
En realidad, el texto de Cusset es menos subversivo que su título. El libro, que está escrito con lucidez, se apega estrechamente a los contornos de la vida de Hockney. Lo sigue desde su niñez en Yorkshire, Inglaterra, con sus páramos sin sol que se extienden en todas direcciones, hasta su impaciente emigración en 1964 al paisaje enceguecedoramente luminoso del sur de California. Inspirado por el clima y las vistas, pintó escenas de piscinas cuyos centelleantes planos turquesa evocan un paraíso no tocado por el tiempo o el deterioro.
El tono de Cusset es en general laudatorio. Ve a Hockney como un iconoclasta que ha sido frontal respecto de sus inclinaciones, describiendo escenas homoeróticas en una época en que el sexo gay aún era un delito en Inglaterra. Admira la férrea ética de trabajo de Hockney y cree que, detrás de su fachada de alegría y diversión y soquetes desiguales, su disciplina es casi fanática. A Cusset la conmueve la devoción que tiene por su madre, una mujer muy religiosa, a quien invita a Londres, aloja en el Savoy y lleva a comprar un vestido en Harrods.
Como observa Cusset: “Estaba feliz de darle tanta alegría a su adorada madre, cuya vida diaria no era fácil, ya que vivía con un esposo callado que era más obcecado que un niño, que no seguía fielmente su tratamiento para la diabetes y acababa en el hospital una vez por mes para que le colocaran un suero, indiferente a la preocupación que le causaba a su mujer”.
Cusset obviamente no es la primera escritora que noveliza la vida de un artista. Ha pasado exactamente un siglo desde que el novelista británico W. Somerset Maugham publicó La luna y seis peniques, que probablemente sea el libro más conocido escrito hasta ahora sobre un pintor. Su protagonista, Charles Strickland, está basado en Paul Gauguin, el artista-corredor de bolsa que tenía lo que hoy día llamamos “conflictos”. Abandonó a su mujer e hijos, se mudó a un
miserable altillo de París y vivió en la indigencia antes de huir a Tahití en nombre del Arte con “A” mayúscula.
En la novela, a Strickland se lo describe como una persona con profundos defectos. “Nunca dijo algo inteligente –escribe Maugham– pero tenía una veta de sarcasmo brutal que no era ineficaz y siempre decía exactamente lo que pensaba”. El libro era radical en reconocer que el talento artístico puede ir acompañado por un nivel inquietante de egoísmo. Es cierto que la novela puede parecer anticuada al presentar la vida artística como una elección rigurosamente binaria entre el genio trastornado y la satisfacción burguesa. No advierte que los artistas de segunda también pueden ser atormentados.
Sin embargo, ¿quién puede negar que las novelas sobre artistas tienen determinadas ventajas respecto de las biografías convencionales? Mientras que las biografías habitualmente llegan a 700 páginas cargadas de datos, una novela tiene más probabilidades de ser proporcionada en su longitud. No nos hará perder el tiempo con un lúgubre tránsito por un cementerio, que
es la forma en que las biografías comienzan tradicionalmente, resucitando diligentemente ancestros olvidados hace mucho cuya pertinencia no siempre está clara. Además, una novela puede ofrecer la ilusión de intimidad y llevarnos a pensar de manera soñadora: “Aquí estoy con Gauguin mientras va y viene preocupado en su estudio y se pregunta si el tono de naranja es suficientemente brillante”.
Sin embargo, algunos nos volcamos a los libros menos como una forma de escape que en busca de análisis crítico. Y, si uno lee en busca de información, las biografías imaginarias obviamente son una forma inadecuada. Como nos recuerda el biógrafo Robert A. Caro, al hablar hace poco a los escritores y sus simpatizantes en un evento del PEN American Center: “Cuantos más datos aporta uno, más cerca está de la verdad pueda haber”.
La expresión clave aquí es “más cerca”, porque una biografía, por definición, nunca puede acercarse completamente a cada aspecto de una vida. Es algo aleccionador cuando uno trata de escribir una biografía, cuando uno se enfrenta a la inmensa discrepancia entre el tictac de los minutos de una vida vivida y las pilas aleatorias de cartas y artículos, pasajes de avión y otros trozos de papel que sobreviven como documentación. Una biografía es una colección de piezas de rompecabezas que no encajan, y los huecos pueden ser tan interesantes como las conexiones. Si a alguien no le gustan los huecos, que evite las biografías y lea ficción.
O que cree su propia ficción. El abordaje híbrido de Cusset reproduce el de la película A Bigger Splash. Esta también mezcla realidad y ficción, alternando segmentos documentales del artista deambulando por su estudio londinense con escenas representadas en piscinas que parecen un poco demasiado deseosas de escandalizar.
A Bigger Splash, que llega justo a tiempo para el 50 aniversario de los disturbios de Stonewall, las violentas manifestaciones de la comunidad gay en Greenwich Village en junio de 1969, se estrenó hace días en el Metrograph, en el Lower East Side de Manhattan, antes de exhibirse en cines de todo el país.
El director británico Jack Hazan siguió a Hockney y su banda de amigos bohemios a comienzos de los 70. Hockney, como él mismo reconocía, estaba en un momento doloroso de su vida. Su pareja, Peter Schlesinger, un joven artista de California que había posado para muchas de sus pinturas, lo había dejado después de cinco años, poniendo fin a un romance que coincidió con uno de los períodos más fecundos de Hockney en lo artístico. Luego de eso, Hockney tuvo problemas para trabajar.
Pero después de seis meses, tuvo un logro. En 1972, terminó “Retrato de un artista (Piscina con dos figuras)”, una escena de piscina de 3 metros de ancho que coloquialmente se conoce como su “Pintura de Peter” y con justicia puede calificarse de obra maestra. Por feliz coincidencia, Hazan, el realizador, estaba allí para documentar su larga evolución. Hay un maravilloso metraje de Hockney en su estudio, mientras una ópera atruena en el estéreo, con su tela a medio terminar apoyada contra una pared mientras él pinta rápidamente, con pinceladas cortas, el cabello desgreñado y las solapas del saco de una figura masculina de pie.
La pintura se vendió en Christie’s en noviembre pasado por 90,3 millones de dólares, entonces la suma más alta que se haya pagado en subasta por una obra de un artista vivo. El precio, por disparatado que sea, atrajo la atención hacia esa pintura, que había sido opacada por A Bigger Splash, una pintura de piscina de 1967 de la cual toma el título la película actual.
“Retrato de un artista” es la más interesante de las dos pinturas, en tanto nos da, en lugar de una salpicadura icónica de agua de una piscina congelada en el aire, un cuadro de gran amplitud atravesado de complejos sentimientos. La pintura, que muestra una escena en la piscina de un jardín, con un paisaje de montañas que se despliega en la distancia, es una composición con dos figuras. Una de las figuras nada bajo el agua, deslizándose, inalcanzable. La segunda figura, que tiene a Schlesinger como modelo, vestida con un saco sport de color salmón, pantalones y mocasines, está parada en el extremo de la piscina, mirando al nadador como esperando que termine sus vueltas y salga a tomar aire. La escena es como anunciación religiosa al revés; uno sospecha que el hombre vestido ha venido a decir que se va. Es difícil pensar en otra pintura que combine tanta luminosidad azulada con tanto silencio doloroso.
Hockney inicialmente rechazó la película por considerarla groseramente invasiva y le ofreció dinero al director para que la destruyera. Pero más tarde revió su opinión. Dijo que sus amigos lo habían convencido del valor creativo del filme. También ha recibido bien el nuevo libro de Cusset. Esta informa en el prólogo a la nueva edición que conoció a Hockney en la primavera boreal pasada, después de enviarle la versión francesa de su novela publicada. Él afablemente la invitó a almorzar.
Entre todos los artistas, Hockney podría ver con buenos ojos una biografía, porque esta tiene un papel clave en su propia obra. Aunque llegó a la mayoría de edad en el momento de apogeo de la pintura abstracta con su búsqueda de verdades superiores, estaba a favor de un enfoque que era más transparentemente realista y diarístico. Con los años, ha pintado retratos carismáticos y a menudo conmovedores de sus amigos, sus padres e incluso sus perros dachshund.
Esto en sí mismo resultó profético. Muchos de sus contemporáneos despreciaban la biografía, argumentando seriamente que al arte no lo conforma el flujo y reflujo de la experiencia cotidiana. “El arte proviene del arte”, como le gustaba decir a Lee Krasner, quizá con la esperanza de que sus agitadas abstracciones gestuales fueran apreciadas en sus propios términos y no desaparecieran en anécdotas sobre su matrimonio con Jackson Pollock.
Sin embargo, en estos tiempos, cuando tanto arte contemporáneo se concibe como una expresión directa de la identidad – ya sea racial, sexual o étnica–, las raíces autobiográficas del arte nunca han estado más claras. No desmerece a ninguna obra de arte decir que las particularidades de la experiencia vivida por el artista están mezcladas allí en alguna parte, y tratar de entenderlas –aun en su forma ficticia– puede iluminarnos.