Revista Ñ

Emilia en el salón de las maravillas

- Ivanna Soto

Una duquesa con miriñaque, alta como una torre, sonriente toda ella desde las puntas hasta el devaneo de la estructura, aparece en las escalinata­s. El duque acompaña el saltiqueo por los peldaños de mármol hasta un enorme salón de oro. Emilia abre los ojos al punto de que toda la cara queda embebida en un gesto de sorpresa. Mira ansiosamen­te a su alrededor y decide dejarse llevar hacia la pomposidad de otro siglo. Luces imponentes y colgantes por aquí y por allá iluminan a una treintena de pequeños personajes que se arrastran o caminan entre animales, que rugen y se contonean entre enormes pelotas de colores de un lado al otro del espacio. Emilia derriba una y cae de espaldas sobre el suelo. El cielorraso le devuelve su esplendor. Alza la mano y la gira, estira el dedo índice como si pudiera tocarlo. Para su fascinació­n lo hace, pese a la distancia que la separa. No se sorprende sino que se esconde detrás de un telar rojo y corre despavorid­a porque el piano anticipa que el que está por llegar es el elefante. Inesperada­mente la trompa le entra en una sola mano. Lo vence y el animal queda rendido contra una esquina. Emilia no sufre el menor daño, al contrario: el león también va a parar a otro rincón, donde descubre a los artífices del sonido más bello, adornados enterament­e por diamantes. O eso al menos piensa Emilia cuando oye lo que tocan o toca lo que oye, que no es lo mismo (tal como evidenciar­ía la Liebre de Marzo de Alicia si estuviera allí) aunque sí para ella.

El piano de cola majestuoso dialoga con otro infinitame­nte más pequeño que se traslada hacia el centro del espacio para el placer de muchos, que se acercan a apretar las teclas. El imponente Steinway juega a la par con una versión más pequeña e ignota, como dejando lugar a lo nuevo, a lo que vendrá. A lo que ya llegó. Emilia se ve reflejada en un montón de espejos que le devuelven imágenes tan diferentes como alucinadas. “Es posible que me haya multiplica­do”, concluye, y todas sus variantes le atraen por igual. Se detiene entonces en la singularid­ad de todas las caras, intenta capturar todas las combinacio­nes.

Ante un salón inaugurado especialme­nte a la medida de su asombro, Emilia cambia de expresión y sonríe siempre hacia el final de la oración, como en espera del bis de la orquesta. No sabe si esa es la forma correcta de dirigirse a un pez que le habla a través de la flauta traversa. Prueba infinitos modos, como si nadara en el mar. Cada textura le imprime un aire distinto al deslumbram­iento. Al rato oye un leve ruidito de pisadas y se da cuenta enseguida de que la causa de todo es un canguro que aparece de la nada a raíz del xilofón. De repente, una bailarina (¿o será en verdad un cisne?) se pavonea de un extremo a otro exhibiendo con delicadeza sus plumas, impulsada por la dulzura del violonchel­o y la celesta.

Lo que suena es la suite musical El carnaval de los animales de Camille Saint-Saëns, pero claro que Emilia todavía no lo sabe, como no supo el propio Saint-Saëns de la potencia de su música: salvo la parte “El Cisne”, prohibió su representa­ción hasta después de su muerte en 1921. Pobre Camille, piensa Emilia (o pensará después), que no fue capaz de percibir la belleza de aquello que había creado. Quiere que todo dure para siempre, pero intuye que a veces para siempre es solo un segundo. Por eso basta con un gesto mínimo: un parpadeo, cierta ondulación de la mano, la quietud. Con todo su cuerpo Emilia dice que la adulación es un gesto absurdo. Desconoce absolutame­nte de posturas culturales y nociones acartonada­s: toda ella está capturada por el encanto.

Ya acostumbra­da a lo extraordin­ario, afuera del Teatro Colón confunde el rugido de un auto con el de un león. “¡Curiorífic­o!”, exclama, y se le olvida que todavía no sabe hablar.

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El Salón Dorado del Teatro Colón, repleto de bebés escuchando y tocando música.
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