CATORCE CUADROS DE UN GENIO VISUAL
Comienza en la Sala Lugones una retrospectiva del realizador japonés Kenji Mizoguchi, uno de los cineastas más originales y admirados del siglo XX.
Para dónde miran las actrices de Kenji Mizoguchi? No buscan puntos de apoyo: se salvan solas. Si persiguen puntos de fuga, es por desesperación (no por miedo, no son sinónimos) porque la condena cobarde a la que las someten los hombres es la de tiranos endebles, enloquecidos. ¿Y cómo mira una actriz de Mizoguchi? Como ninguna otra de ningún otro director de cine. Para simplificar: sus ojos proyectan una diagonal inasible, imposible de redibujar. No es difícil sospechar que en cada casting de actrices evaluara su modo de lanzar miradas, bajar los párpados, evadir la mirada de otro. Como sea, sus personajes convierten en arte una obviedad: mirar es la manera más evidente de buscar, y la más constante. ¿Pero a dónde dirigen esos ojos, sobre todo cuando los cierran?
Es para abrirlos bien grande que está hecha una pantalla de cine, único medio en que puede apreciarse la cuarta dimensión de las películas de Kenji Mizoguchi. En este sentido, la retrospectiva en la Sala Leopoldo Lugones de catorce filmes –en copias enviadas desde Tokio– ofrece una ocasión impostergable para enmudecer ante sus historias de geishas, prostitutas, cantantes y actrices que actúan de actrices. Personas que gozan del privilegio, o que padecen la condena, de entretener a otros: Las hermanas de Gion, Elegía de Osaka, La historia del último crisantemo, La señorita Oyu, Vida de Oharu, Ugetsu/Cuentos de la luna pálida, El intendente Sansho, Historia de Chikamatsu. De asombrosa versatilidad temática y técnica, Mizoguchi filmó mucho –se salvó menos de la mitad de su obra– y no vivió más de 58 años. Su promedio es uno de los más altos –más de la mitad del programa está compuesto de obras maestras– en una clase de escuela de la que ya no egresa nadie en ninguna parte.
La puesta en escena de Mizoguchi es de una depuración sublime. Un director de pareja sutileza, Jacques Rivette, lo llamaba “un arte de la modulación”. En efecto, Mizoguchi es el autor de algunos de los movimientos de cámara más cautivantes de la historia del cine. Planos secuencia que acompañan a menudo el paso de un personaje, sin cortes, por sucesivos ambientes, perdiéndolo de vista por una fracción de segundo entre un cuarto y otro. (Perder de vista al personaje momentáneamente, para reencontrarlo después, es uno de los trucos abiertos y nobles del japonés). Su adoración del teatro modeló su cine y era en la toma ininterrumpida que confiaba –y comprobaba– que los actores podían liberar aquello que desvela a todo creador: otra cosa. (A Mizoguchi –que tuvo en el excepcional dibujante Utamaro a
su maestro de composición– lo obsesionaba, paralelamente, la gradual aparición de la habilidad en un artista).
Lo tentaba que se vieran dos ambientes a la vez, o ambientes a distintos niveles en un mismo encuadre. La construcción japonesa jugaba a su favor (pero solo porque él era el maestro de ceremonias). Solo se prohibía los primeros planos y la grúa era un aliado ideal para calibrar distancias y perspectivas. Para apreciar mejor la pureza de su puesta en escena, en blanco y negro y en color –para quien crea que el blanco y negro lo hace todo solo– por momentos conviene dejar de leer los subtitulados. Y recordar, como hace el crítico Tadao Sato, que trabajar en Kioto casi toda su vida mantuvo a Mizoguchi cerca del kabuki y el noh –que supo readaptar y reactualizar–, del bunraku y la danza tradicional japonesa.
Cuadros de un genio visual: la escena de teatro kabuki al principio de La historia del último crisantemo en la que una antorcha encendida, movediza, danza en la punta de una vara. La puerta corrediza que se cierra en la nariz de la cámara (por pedido de un actor) en Elegía de Osaka. Mujeres de sombrero en un campo de trigo rebosante de plumeros. Cien antorchas encendidas como pelucas de fuego en un bosque crepuscular, hacia otra batalla inútil. Bruma y botes en Ugetsu. Luces tiritando en el agua. Escenas nocturnas en las que se disuelven los personajes en el aire. Breves desfiles ordenados. Aceleraciones y desaceleraciones en quien camina. Trotes cortos, tropiezos, desmayos abruptos. Un hombre y una mujer, de sombrero los dos, vecinos de asiento, en un transporte público, sin mirarse, sus cabezas rebotando con el movimiento (no hay dos sin tres: comicidad, dulzura y soledad).
Como fuera del cine, una escena lo paga todo. Cada gesto o detalle se carga de significado (o mejor, de belleza intrínseca), lo que no necesariamente invita a sobreinterpretarlo, sino a “resignarse” a una apreciación lo más despejada posible. A menudo, el contraste es poderosísimo: la crueldad, el dolor y la maldad en una coreografía impoluta. Es la violencia codificada que se lee en la literatura de Tanizaki (y ambos barren sin concesiones todo el espectro de la agresión: de la más ostensible a la más subrepticia). Quizá para apreciar a este santo patrono del feminismo nipón, al espectador le conviene haber vivido una similar clase de fascinación con cierto modo de gesticular, caminar, mirar y hacer silencio de una mujer (una mujer determinada y ninguna otra). Mizoguchi supo filmarlas a solas y filmarlas en grupo, en estado de euforia y de tormento, nunca de resignación. Su hermana Suzu, diez años mayor, fue aprendiz de geisha, y su irregular vida sobrevuela como una sombra en varias obras del hermano menor.
Lo que un subtítulo borroneado parece estar susurrando es que la intemperie de una vida puede al menos ser redimida por la forma: el cine, el teatro, la literatura. Todos los filmes de Mizoguchi tratan sobre el destino: cómo descubrirlo, reescribirlo, vadearlo, obedecerlo de a ratos y de a ratos darlo vuelta como un guante. Cómo representar la caída en pendiente o la lenta ascesis (para mayor complicación, a veces son simultáneas). Como si el diafragma de la cámara permaneciera siempre leve y deliberadamente más abierto de lo conveniente, algo se quema en las imágenes de Mizoguchi, literalmente –zonas de un blanco que encandila– y figurativamente, en sensaciones que arden subterráneamente.
No es improbable que por una cuestión de aura o de fetichismo, frente a la literatura o el cine de Japón se planteen interrogantes (y, a continuación, encomios) que no se le plantean a ningún otro cine o literatura. Pero Mizoguchi evidencia que el prestigio de lo enigmático no puede endosarse gratuitamente, por mera simpatía.
El misterio no hay que buscarlo fuera de la narración (en este caso, fuera de lo que vemos en la pantalla). Lo crea la propia historia, alrededor de una figura o alrededor de sí misma. Y una obra es el mayor misterio que alguien pueda crear o dejar (sea una lámpara, una secuencia filmada o unas líneas memorables). Y nada para alimentar el enigma que uno es para sí mismo y para otro como un amor imposible. A casi todas las variaciones de este jardín desbordante se consagró Kenji Mizoguchi, con tanto extremismo, lirismo e impiedad que nos hace creer que todos lo son.
En todo caso, el amor alcanzable –el que sostiene a una mujer o a un hombre, parece sugerir Mizoguchi– es el que anida y prospera en los intersticios. En Japón, si se rompe una vasija, un bol, un florero o una taza de té, se la recompone con un pegamento color oro, para que los defectos – y la historia– del objeto se aprecien lo mejor posible, para que sea celebrado como parte constitutiva de su singularidad. Las fallas son lo que secunda y fortalece a un objeto, una vida, un hombre confundido, una mujer con la mirada clavada en un espejo veteado.