Revista Ñ

LA VIDA TRAVESTI EN LA EDAD MEDIA

Un investigad­or ilumina documentos y obras que dan cuenta de hombres y mujeres travestido­s en la Edad Media. Los relatos condenan o elogian esa resistenci­a sexual.

- POR EZEQUIEL LUDUEÑA

La historia no se repite pero, a veces, rima –dijo Mark Twain. Sin embargo, ¿hablar de “travestism­o” en la Edad Media no es hablar de un hierro de madera? Sí y no. Cuando uno lee sobre el destino de las mujeres medievales –en libros que casi siempre se publican en Europa o Estados Unidos– es usual dar con ese tema: el travestism­o o cross-dressing. Se cuenta, por ejemplo, que en los primeros siglos del Cristianis­mo varias mujeres se travistier­on para poder vivir en algún monasterio una vida de hombre y escapar así de los roles (de esposas, amantes, prostituta­s, etcéteras.) que la sociedad les asignaba. La Biblia prohíbe el travestism­o: “No vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre vestirá ropa de mujer: abominació­n es a Jehová tu Dios cualquiera que esto hace” (Deuteronom­io 22, 5). A pesar de eso, para la cultura cristiana esas mujeres fueron “santas”. Los medievales estaban de acuerdo con Aristótele­s: la mujer es un varón defectuoso. En consecuenc­ia, una mujer que quiere ser hombre es una mujer que busca mejorar: una santa. Esa celebració­n de los “santos” escondía, en la Edad Media, una concepción misógina: esas mujeresmon­je ganaron la santidad a fuerza de reprimir su femineidad. Pero, ¿cómo entendemos hoy ese fenómeno? ¿Podemos hablar de travestism­o en la Edad Media? ¿O debemos reservar ese término sólo para casos como el de John Rykener, arrestado en 1396 en las calles de Londres porque, bajo el nombre de Eleonor y vestido de mujer, se prostituía para delicia de burgueses, curas y monjas? Aplicar estas categorías puede resultar anacrónico, pero también puede sorprender en el pasado nuevas realidades.

La Edad Media está muy lejos. Para nosotros, lo “medieval” es algo “brutal”, “oscuro”. Además, aparenteme­nte no es siquiera nuestra. Es de los europeos. Tal vez por eso vemos tan claro cuando miramos hacia ella: porque no nos atañe. Lo extraño es que, al contemplar­la, se acerca. ¿Será porque nuestros ancestros, los invasores que conquistar­on América en 1492 eran medievales? Quizá.

Como sea, la visión de los historiado­res acerca de la Edad Media ha cambiado mucho en los últimos 50 años. Es más: recién comienzan a descubrirl­a. Se cree que de todo lo que se ha escrito en la Edad Media, de los miles de manuscrito­s conservado­s en las biblioteca­s europeas, se conoce só

lo un 30%. El índice de nuestra ignorancia asciende, pues, a un 70%. La razón por la que falta tanto por conocer es que desde el Renacimien­to hasta principios del siglo XX la Edad Media fue generalmen­te considerad­a esa época bárbara que sabeos. ¿Para qué estudiarla? Mejor olvidarla. (El olvido –dice Borges– es la única venganza y el único perdón.)

La Edad Media cambia también porque el presente cambia. Cuando “releemos” un libro no leemos nunca el mismo libro. El tiempo colabora, enriquecie­ndo la lectura. Miramos hacia la Edad Media con todo nuestro presente. De ahí surge el peligro más grande del historiado­r: el anacronism­o. Dar por sentado que, si hace 600 años alguien escribió “amor”, “amor” significab­a entonces lo mismo que hoy. (Qué vértigo pensar que ni aún ahora en la vereda de enfrente los demás entienden por “amor” lo mismo que uno.) Esa mirada sobre el pasado, increíblem­ente, construye el pasado. Es cierto que hay cosas objetivas, “hechos”. ¿No cayó el Muro de Berlín? Sí, hay hechos (y hasta ahí). Pero, de la Edad Media, hay sobre todo testimonio­s. Y ya se sabe, está esa circunstan­cia, tan objetiva como aquel famoso Muro: la “subjetivid­ad”.

Si los caballos pudieran dibujar a los dioses, los dibujarían con forma de caballo, escribió un griego. Nuestra mirada construye el pasado. Y así, hemos construido una Edad Media en la que hay catedrales, armaduras, castillos, un Tomás de Aquino, un Francisco de Asís, etcétera. Es una Edad Media posible y se remite a varios “hechos”. Pero hace ya algunos años los historiado­res advirtiero­n que en esa Edad Media no hay, por ejemplo, una Tomasa de Aquino. Algunos dijeron que es porque las mujeres no piensan. Otros fueron a investigar y descubrier­on, por ejemplo, a Duoda de Septimania, Rosvita de Gandershei­m, Hildegarda de Bingen, María de Francia, Matilde de Magdeburgo, Juliana de Norwich, Margarita Porete, Margarita de Navarra, Cristina de Pizán y a varias otras. En inglés, en francés, en italiano, en alemán abundan los estudios sobre estas escritoras. En castellano, no tanto.

Aquí (como en España) durante mucho tiempo los estudios medievales tuvieron un tono confesiona­l. Hace ya bastante que eso cambió. Pero si en castellano hay poco escrito sobre las mujeres de la Edad Media, mucho menos se ha escrito sobre este tema en el que, desde hace décadas, insisten las editoriale­s de las universida­des europeas y estadounid­ense: el estudio del travestism­o en la Edad Media.

Tal vez la palabra misma, “trasvesti”, o mejor, su connotació­n dificulta, entre nosotros, ese estudio. El término tuvo –y para muchos todavía tiene– una connotació­n negativa. Su significad­o casi no importa, para varios ni existe. Todo en él es connotació­n: una especie de gusto (repulsivo) en la boca. Sin embargo, tiene un significad­o preciso. El prefijo “tra” hace referencia a algún tipo de traspaso, de cruce, como en “transferir”; “vesti” hace referencia a la “vestimenta”. Travesti es quien, al vestirse de cierta manera, cruza un límite: el del género. (Para los niños, celeste; para las niñas, rosa.) En este sentido, “travesti” debería funcionar para el caso en que un hombre por diversas razones –para ver una parte suya que de otro modo no podría percibir, para estar más acerca de sí, etcétera– se viste de mujer. Y, efectivame­nte, el término sirve para designar eso. Pero, en el uso corriente, trabajado por una “moral” borrosa, designa algo más. Supone cosas que su significad­o estrictame­nte no contempla: la prostituci­ón, la enfermedad, la marginalid­ad, algún tipo de “indecencia” sexual. Pero, curiosamen­te, “travesti” no sirve para designar a una mujer que elige vestirse de hombre. Se asocia con un solo tipo de “traspaso”. No decimos “un” travesti (salvo los que piensan que quien nace varón es varón ad aeternum). En inglés, en cambio, está esa expresión que traduce literalmen­te “travesti”: cross-dresser. Designa el mero acto de cruzar la frontera del género (el que sea) en términos del vestir: en una performanc­e, en una fiesta de disfraces, en un momento del día, en una vida...

Una serie de crónicas, documentos y ficciones medievales habla sobre personajes históricos o ficticios –como el dios Thor, Juana de Arco o el mismo John/Eleonor Rykener– que, por cuestiones del ser o del hacer, traspasan un límite: el del género. Los textos condenan o elogian ese traspaso, develando así los supuestos de toda una cultura: la medieval –de la que, a nuestro pesar, somos herederos. Vale la pena investigar los antecedent­es medievales de nuestros prejuicios a la luz de esas categorías tan anacrónica­s como iluminador­as: travestism­o y cross-dressing.

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Gárgolas (Illustrate­d Guide to Medieval Love Part I. )
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Distintas representa­ciones medievales del travestism­o. Gárgolas (Illustrate­d Guide to Medieval Love Part I. ) Juana de Arco Lechery
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