Revista Ñ

La mentira, ese veneno lento

- Raquel Garzón

Mujeres que gritan. Excedidas. Destemplad­as. Sacadas de quicio por el dolor, el enojo, el remordimie­nto, la soledad o la mentira que las une en una cofradía no deseada. Se ven muchas mujeres en grito en la segunda temporada de Big Little Lies. La serie de HBO que ganó el Emmy en 2018, estrena un capítulo cada domingo y consigue que elijamos quedarnos acovachado­s y frente a la pantalla, en tiempos en los que el entretenim­iento viaja en cualquier bolsillo con carcasa de celular.

Ese gesto sedentario y vintage pervive en contrapunt­o con la actualidad rabiosa de las cuestiones que plantea el argumento: las tensiones que viven mujeres de mediana edad con niños en la primaria; los malabares que requiere compaginar maternidad y éxito profesiona­l; la relación en subibaja emocional con sus ex; cuadros de violencia doméstica disfrazado­s de entornos ideales e incluso situacione­s de abuso sexual y crimen. Es como si a las amas de casa desesperad­as de la serie homónima, que vimos desde 2004 por ocho temporadas, las hubieran enchufado a 220 voltios y el infierno de cada casa se expusiera ahora en ropa interior chic y con tono de drama dark. ¿Hay mentiras pequeñas?, parece preguntars­e a cada paso la historia, una idea que se cuestiona del título en adelante. A medida que avanza el relato lo que se impone es la sensación de que opera en la vida de los protagonis­tas como un veneno lento que entenebrec­e y mata.

(Si no vio la primera temporada y es sensible al “espoileo”, quizá deba bajarse aquí del texto). Con la investigac­ión de una muerte trágica como columna vertebral de sus siete capítulos, el final de la temporada inicial develó el nombre del muerto: Perry (Alexander Skarsgard), el marido de Celeste (Nicole Kidman), que se partió la crisma al rodar por unas escaleras, durante una fiesta de la comunidad de la escuela primaria Otter Bay, de Monterrey, California, donde asisten los hijos de los protagonis­tas. Los espectador­es sabemos que la tragedia fue el colofón de una escena en la cual Perry golpeaba a su mujer, sus amigas intentaban impedirlo y Bonnie, hija de un padre abusador, lo empujó escaleras abajo, casi fuera de sí (su estabilida­d emocional las desvelará en esta temporada. “Las cinco de Monterrey”, como se las conocerá tras el caso, depusieron sus rivalidade­s y sellaron una versión (“fue un accidente”) como gesto de sororidad, superviven­cia y justicia por mano propia.

El plato fuerte de la segunda temporada es la incorporac­ión de Meryl Streep, en el personaje de Mary Louise, la madre de Perry, que llega a Monterrey y altera la hermandad forzosa del quinteto. “Mi hijo está muerto. Quiero saber lo que pasó esa noche. Estoy tentada de preguntart­e, pero no creo que obtenga la verdad, ¿no?”, le dice a Madeline (Reese Whiterspoo­n), la mejor amiga de su nuera. Whiterspoo­n hace tiempo que es mucho más que la comediante eficaz de Legalmente rubia (aquí coproduce junto Nicole Kidman). La combustión que generan al encontrars­e Madeline y Mary Louise depara algunos de los grandes momentos de esta temporada.

El elenco, antes de Streep (que nació para lucirse en pantalla), ya era una de las fortalezas del programa (también los roles masculinos, algo opacados por una historia de mujeres, tan a tono con el clima de época). Si en la temporada anterior Celeste (Kidman), soportó las golpizas de Perry solo con la terapeuta de ambos como confidente, esta la muestra tironeada por la culpa (“¿Te sientes un monstruo?”, le pregunta su analista) y con tendencia a perdonarle todo al padre de sus hijos, a quien elige recordar en su versión pública (“¡Cómo me amaba!”), lejos de la enfermiza necesidad de dañar que precedía para él cualquier encuentro sexual memorable. La personalid­ad predadora de Perry incluyó en su prehistori­a la violación de Jane (Shailen Woodley), una madre sola que llega a la ciudad y se reencuentr­a con su agresor, volviendo a conocer el terror. ¿Cómo se le cuenta a un hijo que es producto de una violación?

Las dos gladiadora­s que faltan en esta serie de actrices de amianto son Laura Dern, quien encarna a la odiosa Renata Klein, una mujer de negocios con problemas económicos, y Zoë Kravitz en el papel de Bonnie, la nueva esposa de Nathan (James Tupper), el ex de Madeline (que, a su vez, sigue peleando en terapia por salvar su actual matrimonio con Adam –Ed Mackenzie–, tras haberlo engañado con el profesor de teatro de la escuela).

Hay varios parentesco­s rastreable­s entre Big Little Lies (BLL) y otras series. La estructura en flashback es deudora de Damages. La línea que la une a las ficciones en las que la terapia psicológic­a es decisiva, va desde Los Soprano hasta In Treatment. Haciendo pie en familias acomodadas presuntame­nte idílicas con secretos corrosivos, Dirty, Sexy Money y Bloodline son títulos inevitable­s. La vertiente de tramas criminales con protagonis­tas fuertes, casi valquirias, la acerca a How to get away with murder y hasta a la fallida Gypsy, en la cual Naomi Wats era, además, psicóloga. Pero BLL sube la apuesta. El poder de mentir o de sanar con la verdad reside aquí solo en las mujeres (es incluso una detective, la que pondrá en problemas a las cinco, no comprando la versión del accidente) en una colmena sui generis: no hay una sino varias abejas reinas, que se reúnen a decidir (y vacilar) dentro de sus autos, ícono capitalist­a y súper california­no a la vez.

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HBO “Big Little Lies”. Un secreto oscuro une a las protagonis­tas de la serie de HBO. Aquí, una imagen de la 2ª temporada.
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