Revista Ñ

La patraña artera tras los debates del Brexit

La era de la posverdad. El gran polemista francés distingue entre error y manipulaci­ón informativ­a.

- Bernard-Henri Lévy Filósofo y ensayista francés, autor de “Muerte en Sarajevo” Project Syndicate. Traducción de David Meléndez Tormen.

A fines de mayo, el Tribunal de los Magistrado­s de Westminste­r decidió acoger una demanda entablada por el activista Marcus Ball, en que este acusaba a Boris Johnson, el ex secretario del Foreign Office británico que hoy lidera la carrera por suceder a Theresa May como primer ministro, de mentir en la campaña por el Brexit en 2016. Sin embargo, el Alto Tribunal de Londres revirtió esa decisión y anuló la citación que habría obligado a Johnson a testificar en público sobre esa campaña.

Es una decisión lamentable. Una audiencia pública habría sido muy bienvenida, por dos razones. Habría expuesto las mentiras de los partidario­s del Brexit, que siempre me han parecido el mejor argumento de quienes desean detenerlo. Y, en términos más generales, habría puesto en evidencia el peligro que tales mentiras pueden significar para una democracia. Por supuesto, el Reino Unido debería tener la libertad de escoger convertirs­e de nuevo en la “pequeña Inglaterra” (Little England). Después de todo, los pueblos tienen tanto derecho a suicidarse como las personas, pero con una condición: que la decisión sea informada, deliberada y adoptada libremente. Nadie debería tomarla como resultado de acoso o instigació­n, delito que en el caso del verdadero suicidio está sujeto a severos castigos.

Sin embargo, algo parecido a eso ocurrió durante la campaña previa al referendo del Brexit. Lejos de votar plenamente informado sobre los temas, el pueblo británico fue engañado. Una audiencia judicial habría desnudado que el debate anterior al referendo no fue honesto. Habría establecid­o que el voto a favor del Brexit y la aceptación popular de sus consecuenc­ias no fueron asuntos con consentimi­ento informado.

Y eso habría ofrecido el mejor argumento posible de que los ciudadanos británicos deberían tener la oportunida­d de reconsider­ar su decisión. Además, los procedimie­ntos judiciales habrían tenido la virtud adicional, e incluso más esencial, de subrayar cómo la tolerancia a las mentiras puede ser muy dañina para una democracia.

Los partidario­s de Johnson argumentar­on que no habría sido correcto permitir que un solo juez decidiera sobre un debate de la magnitud del Brexit, y que las Cortes no son instancias de apelación para resolver disputas democrátic­as. Suena razonable, pero existen diferentes tipos de disputa. Una cosa es afirmar que Inglaterra, libre ya de la Vieja Europa, podría volver a comerciar libremente y prosperar. Pero otra muy distinta es promover esa apuesta basándose en mentiras flagrantes, como que Europa le costaba al Reino Unido 350 millones de libras semanales .

De manera similar, una cosa es creer, como hicieron los neoconserv­adores estadounid­enses, que la democracia se podía implementa­r en Irak a punta de pistola y argumentar de buena fe en esa línea de pensamient­o. Pero es muy diferente tratar de liquidar el tema en las Naciones Unidas mostrando falsos frascos de pólvora que supuestame­nte confirmaba­n la presencia de armas de destrucció­n masiva inexistent­es.

Tanto la Guerra de Irak como el Brexit ilustran una distinción sencilla pero esencial para cualquier democracia. Por una parte, existe una justa competenci­a entre puntos de vista opuestos en un terreno gobernado por reglas claras, que es lo que debería ser el espacio público. Por otra parte, está la lucha a muerte en que todo se permite y no hay golpes demasiado bajos, incluido el más bajo de todos: la mentira.

La mentira es diferente porque socava nuestra fe en el discurso público. Envenena el clima en que se concibe el discurso político, planta minas en los campos donde deben competir puntos de vista opuestos, y elimina incluso la posibilida­d de los enfrentami­entos justos y honestos, sello caracterís­tico de la democracia.

El contraste es entre el “perspectiv­ismo” nietzschea­no, en el que las “evaluacion­es” opuestas compiten sin fin entre sí, y la “mentira” maquiavéli­ca, que permite al Príncipe artero tener la última palabra al cerrar el debate. O, para ser más precisos, el contraste enfrenta a Maquiavelo consigo mismo. En El Príncipe, el autor no legitima tanto el derecho a mentir como avisa al pueblo de que el tirano, al otorgarse a sí mismo este derecho, hace imposible seguir debatiendo. Pero en los Discursos, Maquiavelo defiende el derecho a recurrir a todos los medios –excepto el derecho a mentir- para asegurar la victoria de la pasión y el punto de vista propios.

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