EL POPULISMO Y SUS IDENTIDADES EXTREMAS
Los libros de Slavoj Zizek y de María Esperanza Casullo analizan las modelos populistas y sus diferencias, según los liderazgos y el lugar del partido político.
Si el pensamiento político pasara también a medirse en hashtags, sin dudas el populismo estaría entre los primeros lugares. Pero, ¿por qué? ¿Qué condensa este término que atrae a teóricos y enemigos, designando a fenómenos de tan distinto signo? Y, en todo caso, ¿cuál es su representación más fiel? ¿La de gobiernos que construyen su poder sacudiendo el status quo o la que lo perfila como mera ilusión de la que también se valen las derechas cuando el sentido común, o en todo caso un necesario instinto de supervivencia, las obliga a buscar recetas menos ortodoxas?
Imaginario o no, lo cierto es que intelectuales y políticos siguen preocupados por el asunto, alimentando un mercado editorial que hoy lo vuelve a poner en el centro de escena. Sin ir más lejos, el último trabajo de Slavoj Zizek, Contra la tentación populista (Ediciones Godot), retoma la cuestión. Desde su análisis, el fracaso de la constitución europea –ejemplo de una de las tantas emboscadas del neoconservadurismo y de las contradicciones a las que se viene enfrentando el sueño de la socialdemocracia en el viejo continente– expone de alguna manera los problemas teóricos que encierra la definición de Ernesto Laclau –es decir, el populismo entendido como una lógica de articulación de lo político donde el antagonismo es un factor constituyente– y su traducción política.
Dicho de otro modo: si una construcción populista necesita objetivarse en la figura de un enemigo, por más que sea espectral, no podemos entenderlo como acto o como entidad performativa. Y más aún, es en esa forma de mistificación ideológica para el esloveno que “transformar el antagonismo social inmanente en un antagonismo entre el pueblo unificado y su enemigo exterior, alberga en última instancia una tendencia protofascista a largo plazo”. Es así como –siguiendo con la argumentación– el nacionasocialismo puede leerse en clave populista, en tanto “el judío” funciona como nudo significante, una condensación de atributos que en la encarnación de una amenaza delimitan una identidad hegemónica.
Sin caer en esta clase de extremismos, el debate, es cierto, suele quedar preso de la misma trampa. ¿Es el populismo democrático? La fórmula de por sí resulta un oxímoron, plantea una definición liberal para designar un fenómeno que se caracteriza por hacer tambalear los cimientos de dicho pensamiento, desconociendo entonces por completo la naturaleza de su funcionamiento.
En otras palabras, resulta imposible pensar al populismo en términos ideológicos porque no hablamos de una identidad en la que la política se expresa sino de un modo en que la política se hace. Por lo menos, esta parecería ser una de las posiciones a la que adhieren distintas teorías y en la que sin dudas se puede circunscribir el reciente trabajo de María Esperanza Casullo, Por qué funciona el populismo (Siglo XXI editores).
A diferencia de Zizek, Casullo adscribe a la definición del populismo como una forma discursiva sostenida en la identificación con un líder. De esta forma, el no ser entendida en términos de una identidad política, nos permitiría acercarnos a la elasticidad con la que el nombre parece adecuarse a distintos tipos de experiencias. Para Casullo simplemente no hay un populismo “que solo sea populista o que lo sea todo el tiempo”.
Lo que sí resulta determinante es el componente mítico, que la autora define como
cierto sentido social compartido que se impone sobre las formas institucionales. Por eso, para Casullo, el chavismo fue una forma de populismo pero la experiencia de Lula en Brasil no, porque su irrupción significó, por el contrario, el viraje de un sistema partidario fragmentado a uno estructurado en torno a un partido fuerte.
El ejemplo es interesante porque además plantea otra cuestión central, la de las posibilidades de alternancia y sucesión frente a la concentración de liderazgos fuertes. Al respecto, Casullo ensaya algunas observaciones. Por un lado, tal como han mostrado algunas experiencias latinoamericanas, sobre todo la de Brasil, el fin de un populismo de izquierda no necesariamente significa el ascenso automático de una democracia liberal. A su vez si bien podría plantearse una relación entre la emergencia de los populismos y los momentos de crisis, esta no parecería ser determinante o causal. Por ejemplo, un populismo de ultraderecha parecería incrementarse en Alemania a pesar de ser un país donde no hay crisis y la economía crece.
Todo parecería resumirse entonces a la capacidad, o no, de institucionalizar la transmisión de un liderazgo carismático. Acaso la coyuntura local se vuelva un terreno interesante para pensar el tema. Por ahora, los ejemplos en la región parecen dar cuenta solamente de fracasados experimentos.