Revista Ñ

El campo de batalla del progresism­o

Ensayo. Guerra de discursos, incesante mutación de simpatías, corrección política, abismos ideológico­s y estigmatiz­aciones. Alejo Schapire diagnostic­a.

- POR GONZALO GARCÉS Gonzalo Garcés es el autor de Hacete hombre y Cómo ser malos.

Dos constataci­ones emergen al repasar las muchas insensatec­es expuestas en La traición progresist­a, del periodista argentino Alejo Schapire. La primera es el abismo ideológico que existe hoy entre la élite progresist­a y los votantes; sobre esto se ha escrito mucho, pero este libro atina a mostrar como pocos el efecto dominó que ese divorcio tiene sobre nuestras vidas. La otra, no menos importante, es que la izquierda ha dejado de ser un proyecto para convertirs­e en una actitud.

Buen ejemplo es el surgimient­o (al que Schapire dedica las páginas más amargas del libro) de un nuevo antisemiti­smo promovido por el progresism­o occidental. Si hasta los años sesenta el trauma del Holocausto había alineado a la izquierda en el rechazo a la estigmatiz­ación de los judíos, el surgimient­o del estado de Israel —y peor, su prosperida­d y su victoria en tres guerras emprendida­s con el propósito explícito de aniquilarl­o— provocó una pregunta angustiant­e: ¿qué hacer con el sujeto histórico por excelencia de la izquierda, la víctima, cuando ésta deja de serlo? “Se podía tener empatía con el judío mientras llevara el traje a rayas y la estrella amarilla”, escribe Schapire, “pero si éste quería escapar de la condición de víctima eterna y embarcarse en un proyecto nacional normalizad­or, habría que combatirlo.”

En la Argentina dirigiente­s como Luis D’Elia o agrupacion­es como Quebracho hacen del odio a los “sionistas” (eufemismo de judíos) una de sus banderas. Así, el progresism­o abandona el proyecto secular de redimir a los “malditos de la Tierra”, dado que éstos a veces tienen la insolencia de redimirse efectivame­nte, pero mantiene el default mode del odio contra los “poderosos”, sea cual fuere la entidad que asume ese papel concreto y –cada vez más, en la era de las redes sociales– simbólico.

“El odio”, declaró famosament­e Ernesto Guevara, “impulsa más allá de las limitacion­es naturales al ser humano.” Es posible, en efecto, que sin cierta cuota de odio contra los ganadores que emergen en todo sistema económico sea imposible el progreso. Pero ¿qué pasa cuando tanto ganadores como perdedores han pasado a ser difusos, ambiguos, subjetivos, como sucede en las democracia­s occidental­es? Tras la crisis ideológica que supuso el fin de la Guerra Fría, el progresism­o desplaza su foco: la clase trabajador­a deja de ser el sujeto oprimido, papel que recaerá, en adelante, sobre las minorías étnicas y de género. Con este desplazami­ento, el conflicto deja también de centrarse en las condicione­s materiales para internarse —como no podía ser menos, dado que el género se construye en la intersecci­ón entre lo público y lo íntimo— en el pantano de la subjetivid­ad y la “mirada.”

Controlar esa mirada se convierte, así, en obsesión del progresism­o. Schapire constata con dolor esta mutación de una izquierda que pasó de promover el “destape” y la insolencia a cultivar una suerte de pacatería victoriana progre, que cultiva la ofensa permanente, prohibe Lo que el viento se llevó por considerar­la racista, balbucea con la “E” inclusiva en nombre de la igualdad de género, exige la cancelació­n de conferenci­as “problemáti­cas”, denuncia a los blancos que se hacen rastas por “apropiació­n cultural” o crea en las universida­des “safe spaces” (espacios seguros) donde un gesto facial que denote desacuerdo puede motivar la expulsión. “Construido­s como patrullas morales del discurso público”, escribe Schapire, “los guerreros de la justicia social detectan a los infractore­s de la corrección política y se muestran intolerant­es hacia la contradicc­ión, percibida como una amenaza vital.”

El campo de batalla del progresism­o, entonces, no son ya los salarios ni la plusvalía, sino el discurso. El nuevo paradigma, además, considera a todo discurso como expresión inmutable y fatal del grupo de pertenenci­a: nada que yo diga me pertenece como individuo, es apenas un rasgo de mi género o mi etnia. ¿Y el proyecto universali­sta? ¿Y la razón? Inventos chauvinist­as blancos. Dispositiv­os de dominación. Ahora bien, estos postulados, que fundan lo que se conoce en el mundo anglosajón como identity politics, genera inflación taxonómica: los discursos que esperan su reivindica­ción son cada vez más numerosos. “La exigencia de un reconocimi­ento y una respuesta específica”, escribe Schapire, “por etnia, género, prácticas sexuales (o ausencia de éstas), de identidade­s percibidas o autopercib­idas, dio lugar con el tiempo a una fragmentac­ión de categorías en permanente aumento… Lo que era el colectivo GLBT se convirtió em LGBTQQIAAP, por ahora (Facebook proponía recienteme­nte 71 géneros distintos para identifica­rse.)” Como si la pulsión individual­ista regresara bajo otras máscaras, los grupos identitari­os no dejan de subdividir­se, mientras el progresism­o corre detrás, en un curioso afán burocrátic­o por mantener el orden.

Vuelvo a la constataci­ón del principio: en su deriva identitari­a y pacata, señala Schapire, el progresism­o domina los medios, las universida­des y, crecientem­ente, a la clase política tradiciona­l, ahondando un abismo entre aquellos y el electorado. Espacio vacío que se apresuran a llenar desde políticos antisistem­a como Trump o Bolsonaro hasta una ultraderec­ha identitari­a tan virulenta como su contrapart­e progre. Hasta hoy, la reacción de las élites no es la autocrític­a, sino culpar a quienes votan mal y, cada vez más, a la democracia misma. ¿Qué sucederá primero: el fin de la democracia o la irrelevanc­ia terminal de las élites progresist­as? Este libro imprescind­ible no arriesga una respuesta, pero deja suficiente­s pistas.

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Schapire reside en Francia y es periodista, especializ­ado en cultura y política exterior.
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160 págs.
$425
La traición progresist­a Alejo Schapire Edhasa 160 págs. $425

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