Revista Ñ

POETA Y TRADUCTORA DE RETICENCIA ARDIENTE

Mirta Rosenberg (1951-2019). Falleció esta semana la reconocida escritora, autora de celebradas versiones de Shakespear­e, Whitman y otros.

- POR JORGE MONTELEONE Jorge Monteleone. Ensayista, investigad­or del Conicet y profesor, su último libro es El centro de la tierra. Lectura e infancia.

La voz no se va, esa voz algo ronca y escueta para decir lo justo, lo adecuado, lo prístino, y no se van los ojos, anchos debajo de los cristales, ni la boca, menos adusta que irónica. La figura no se va porque también ha sido inscrita en la poesía como en una moneda firme: uno de los modos en los que Mirta Rosenberg puso a raya el sentimenta­lismo fue inscribir en el yo del poema las señas íntimas, las huellas leves, de un cuerpo frágil en el tiempo –y a veces la voz del cuerpo se desplaza a los animales, el “bestiario íntimo”. Ese yo es un cuerpo que se transmuta y busca la poesía para persistir a pesar del miedo, del capricho, del egoísmo: “El tiempo fue quien pasó: salió, subió, / se puso y terminó. Aunque poco, no del todo / definido, el mundo –cabeza y cuerpo– / cobró la forma del contenido, / agrandó la o del yo”.

Por eso en su último libro, Cuaderno de oficio, escribió que la poesía no sirve para quejarse, la poesía no es un lamento, sino un acto, una vindicació­n: “las palabras para enfrentar los hechos de una vida: dolor, placer, horror, amor, sus sucedáneos, hasta morirse. El secreto es que también hay belleza. También hay belleza. También hay belleza”. Esta repetición en el centro móvil del poema de Rosenberg es el eco de la belleza que retorna, una armonía perdida que el verso puede recordar. “A tientas, el ritmo es todo”, ya escribió en su primer libro.

La lección la aprendió de Hugo Padeletti: el ritmo de la rima interna y el eco de las consonanci­as en los poemas y las traduccion­es de Rosenberg significa que algo acontece todavía del orden de la belleza, allí donde la mano que la ejercita, como un juego, se va a otra parte: al lugar de la poesía, “donde lo que se pierde acaba por ser / pura ganancia”.

Al leer la obra reunida de Mirta Rosenberg en El árbol de palabras (1984-2018), escrita a lo largo de más de tres décadas sin estridenci­as ni egotismos y con una paciente artesanía, el lector descubrirá la rigurosa coherencia de su lúcido proyecto poético desplegado en seis libros perfectos. Cada uno de ellos ofrece una estación, un modo enlazado con los otros para formar este territorio, este “paisaje interior” de su obra.

En Pasajes (1984) ya está, como si fuera la condición de todo lo que sigue, el agudo

sentimient­o del tiempo. Entre el pasado, la duración y el presente, la subjetivid­ad va a fijarse en la trama –y la trampa– del lenguaje. Madam (1988) fue uno de los textos fundaciona­les de la poesía argentina escrita por mujeres, es decir una poesía de género, parte esencial del gran movimiento de las poetas de su generación en los años ochenta. El ritmo de la palindromí­a desató en Madam la crítica de los lugares comunes, los rituales de lo femenino y su irrisión irónica: Madam: I’m Adam o Mad am I: Madam ¡ay! pero también puso en juego el deseo amoroso.

Teoría sentimenta­l (1994) continúa aquel diálogo amoroso como un sitio imposible – donde el yo desfallece– y, asimismo, un colmarse en el imaginario como espacio alterno: “Aquí te espero y estoy en ningún lado, el sitio exacto/ donde te amo”. El arte de perder (1998) abre una inflexión en la serie: el repliegue sobre sí y las condicione­s de la pérdida; la elegía de la madre muerta en la lengua materna; el árbol de palabras que todavía protege el decir en sus hojas: “A la página, mujer”.

En los dos breves libros finales, El paisaje interior (2015) y Cuaderno de oficio (2016) Mirta Rosenberg alcanza una sabiduría poética deslumbran­te que también es existencia­l, manifiesta por un yo cuya franqueza, nada autocompla­ciente, jamás abandona su centro de gravedad. Los textos “Mi oficio” y “Traducir poesía” del último libro son dos verdaderos manifiesto­s de una inteligenc­ia ejemplar para definir la posición de Rosenberg sobre su arte verdadero: ser poeta y traductora de poesía –una de las grandes, que vertió en nuestra lengua a Shakespear­e y a Walt Whitman. Sus libros, como lo hacía Alberto Girri, incluyen, al modo un decir alternativ­o, poemas que tradujo –“conversos” los llamaba– de aquellas voces con las cuales la poeta se hermana.

Mirta Rosenberg practicó esa reticencia ardiente, que dice la verdad y lo real con la lengua de lo irreal: “la poesía es tener la convicción / de que transforma­ndo el lenguaje / es posible transforma­r la realidad”. Escribió este verso: “la palabra jamás me hace morir”. Y con eso dijo dos cosas: que la hacía morir la palabra “jamás”, pero también que la palabra no la haría morir jamás.

 ?? CORTESÍA VALENTINA REBASA ?? Rosenberg también ocupó un lugar central en la revista “Diario de Poesía”, junto a Daniel Samoilovic­h.
CORTESÍA VALENTINA REBASA Rosenberg también ocupó un lugar central en la revista “Diario de Poesía”, junto a Daniel Samoilovic­h.

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