Una poesía que guarda la vida
Hace muchos años, al presentar una lectura de Mirta Rosenberg (Rosario, Argentina, 1951) en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, dentro de un ciclo que coordinábamos Miguel Casado y yo, me refería a la cualidad que hace su escritura reconocible entre muchas y recurría a una vieja palabra, “estilo”; caracterizaba luego algunos de los rasgos distintivos, para concluir que, como ocurre en la verdadera poesía, no es el sujeto quien determina el estilo, no es fruto este de una serie de elecciones conscientes de quien escribe, sino que es el estilo más bien quien produce el sujeto; en él se encuentra, en sus oscuras raíces, en las desviaciones de un ritmo o extraña fe.
Que la de Mirta Rosenberg es una de las voces más altas, más perdurables de la poesía en castellano de las últimas décadas es algo bien sabido en América Latina y quizá no tanto en España.
La escritura de Rosenberg es declaradamente autobiográfica, aunque no anecdótica, no confesional. La poesía guarda la vida, sí; y es una experiencia extraña, pero que conocemos todos, cómo se llega a saber de una vida cuando se leen los libros escritos a través de tres décadas. Porque, aunque los poemas de Pasajes fueran tan genuinos como los del libro más reciente, hay en ese tránsito una torsión, un conflicto, crecimiento. No solo las pruebas cruciales (muerte de la madre, por ejemplo, que da lugar a un ciclo extraordinario), las asperezas y fricciones y el saber que conllevan, sino un núcleo o herida a que hacer frente, que contemplar en todas sus facetas –porque sin serlo, es cristalina, cuaja dolorosa con esa densidad–, ahí el yo se mide y se conoce, ahí aprende –el arte de perder– que se está solo, algo que siempre se supo, pero que toma otra acuidad, y engrandece, o permite tocar cuerdas no antes alcanzadas, ser para uno mismo un extraño exterior, eso que produce la intimidad más verdadera. Y tal vez sean los lugares clave de ese crecimiento Teoría sentimental, el libro centro entre los de Rosenberg.