ESTANDARTES DE LA RENOVACIÓN
Una nueva generación busca revalorizar la tradición femenina en el rock mientras cambia las reglas del género.
La hoy tan prolífica Historia del rock fue construyéndose sobre un cuidadoso manto de equívocos y omisiones. La centralidad del varón blanco heterosexual ahogó las complejidades de un género que pronto se convirtió en movimiento, y marginó muchas historias que necesitan ser contadas. Basta pensar en la a menudo olvidada influencia del góspel –apuntada en Elvis Presley: The Searcher (Thom Zimny, 2018)–, o del poderío rítmico de las big bands de swing, explicada por Bob Dylan en entrevista con Bill Flanagan. ¿Y la de los grupos vocales femeninos en Lennon y McCartney? Párrafos menos pintorescos pero tan importantes como el reencuentro de Jagger y Richards en Dartford, con los discos de Chuck Berry y Muddy Waters como imán.
Y aún así faltaría la lectura en clave de género que el feminismo empezó a desenrollar, como un papiro. Un largo trecho ya se ha recorrido en una década: de las autobiografías escritas desde punto de vista de la testigo, como la reveladora Un maravilloso presente (Circe, 2008), de Pattie Boyd, modelo y esposa de George Harrison y Eric Clapton, a las memorias que ponen al personaje en un marco protagónico más amplio, como el flamante Asesínenme. Rock y feminismo en los años 70 (Planeta), de María Rosa Yorio.
Es parte de una historia del rock hecho por mujeres que está siendo escrita desde el presente, al calor de los reclamos por la igualdad de género. Incluye la revalorización de las pioneras de un siglo atrás, como Memphis Minnie, Sister Rosetta Tharpe y Cordell Jackson, de las segregadas al subgénero “rock femenino”, como Joni Mitchell
o Kate Bush, de las que campearon el chovinismo machista, como Annie Clark y Fiona Apple, hasta las que están revisando todo eso mientras crean su propia obra.
En la Argentina, el plano de sombras en el que quedaron el arte de Gabriela, Patricia Pietrafesa o Juana Molina está siendo iluminado por la actualidad encendida de María Ezquiaga, Natalia Politano, Barbi Recanati, Ibiza Pareo e Isla Mujeres, entre muchas otras que asumen la responsabilidad de hacer rock en la definición de su generacional, Marilina Bertoldi: “Decir las cosas sin miedo y hablar desde las sombras y los márgenes. ¿Y quiénes más marginadas que las mujeres, lesbianas, gays, trans y no binaries?”.
Bertoldi es autora de Prender un fuego (2018), un disco maduro y convincente que la puso como estandarte de la renovación que protagonizan las mujeres. El trabajo fue celebrado por la crítica y cruzó el espectro desde las marchas por la despenalización del aborto –las pibas eligieron la frase “Estaba enojada y ahora estoy preparada” para sus remeras– a la ceremonia de los Premios Gardel. “La única persona que no es hombre que ha ganado este premio fue Mercedes Sosa hace 19 años: hoy lo gana una lesbiana”, dijo Bertoldi al recibir el Oro, evidenciando la larga omisión y demostrando que es perfectamente consciente del rol que le toca. En conferencia de prensa añadió: “Entréguennos estos premios, dennos estos lugares que vamos a cambiar la música, la vamos a acercar a la juventud”.
Ahora estoy en libertad
“Me encanta que lo hayan tomado las nuevas generaciones”, declaró Celeste Carballo en un descanso de la regrabación de su obra. En 2016 actualizó Me vuelvo cada día más loca (1982) –que traía la inmortal Es la vida que me alcanza y la hermosa Querido
Coronel Pringles– y ahora lo hace con Chocolate inglés (1992). Dos puntos de una parábola extraordinaria que le abrió un espacio inédito para una rockera argentina, y que la convirtió en la referente que muchas mujeres necesitaban: Celeste cantaba, tocaba y producía sus propias canciones.
Una sobrina suya, hija de su hermana Dora, acusó recibo del influjo. María Gabriela Epumer fue guitarrista de la banda de su tía, integró Viudas e Hijas de Roque Enroll y, más tarde, pasó a ser el principal apoyo de Charly en su transición Say No More. La líder de A-1 murió repentinamente en junio de 2003. García vestía una remera con esa sigla y un corazón desollado a los pocos días, en un show en Temperley. Además de ser crucial en La Hija de La Lágrima (1994), Hello! (1995) y Say No More (1996), Epumer produjo una breve pero riquísima obra personal, que se inició con Señorita Corazón (1998), un ecléctico grupo de canciones “de amor de fin de siglo”, y se extendió con el superlativo Perfume (2000) y el atrevido EP Pocketpop (2002).
En una entrevista con Yamila Trautman, Marilina Bertoldi recordó a Epumer: “Me parece la mejor, no hubo otra igual. Pero no tuvo contexto, ni referentes y aun así lo hizo”. La escasez de figuras femeninas donde reflejarse funcionó como un obturador: en un espectro dominado por varones, la presencia por excepción de las mujeres no alentaba a las que recién empezaban. Y en el caso de que lo hicieran, debían habitar los márgenes de la escena, como muestra la película Una banda de mujeres, de Marilina Giménez, que abrió el Festival Espacio Queer. Por eso Bertoldi (30) vuelve a Epumer y dice: “Siento que es la persona que me hubiera ahorrado muchas preguntas”.
Ahora, su generación busca que las chicas tengan diversos espejos donde proyectar sus carreras. Al hit de Bertoldi hay que agregar que María Pien y Los Besos, la banda de Paula Trama, sacaron en 2018 dos de los mejores discos de la temporada. Y en lo que va del año, los nuevos álbumes de Marina Fages, Lara Pedrosa, Paula Maffía y Lucy Patané consolidan el avance con canciones donde aparece con más transparencia que nunca una sensibilidad renovadora para el rock argentino. La vigencia de Las Kellies, Las Ex y Rosario Bléfari, que también editaron nuevos temas este año, más la aparición de voces como la de Violeta Castillo o Mora y Los Metegoles muestran identidades artísticas liberadas de los amarres de un género que declaró su propia muerte cada vez que se cansó de sí mismo. Aquí y ahora, el empoderamiento no pasa solo por alzar la voz, sino por conquistar una manera nueva de emplearla: con la ternura de Patané en “Búhos”, con el romanticismo de Maffía en “Corazón Licántropo”, con el electro-pastiche kitsch de Fages en “Hardocre Disnei”, con el hastío juvenil de Mora y Los Metegoles en “A 100 en bajada”.
Después de un año marcado por las denuncias de violencia machista –tras algunas dilaciones de la defensa, se acerca la sentencia para Cristian Aldana, el excantante de El Otro Yo– y el debate por la factibilidad de una norma que regule la presencia de artistas femeninas en los festivales musicales, lo que ahora gana el centro de la escena es la obra. En un tiempo donde se ha vuelto común revisitar el pasado y alimentar la liturgia de la permanencia, Prender un fuego es un tallo entre muchos que reconocen la tradición del rock argentino con un tamiz personal, como canta Violeta Castillo en “Dormir menos”, “Vamos a aburrirnos de nombrar todo siempre igual / Y vamos a inventar un código para hablar de las mismas cosas”.