Revista Ñ

NO SOLO TRUMP AMA LOS MUROS

La construcci­ón de cercos de material para detener el paso de extranjero­s se expande. A la iniciativa de EE.UU. se suman Hungría, Irlanda, Francia, España, Israel, y otros.

- POR CATHERINE SLESSOR

El muro de la frontera sud, como se lo conoce eufemístic­amente, entre EE.UU. y México ha llegado a representa­r mucho más que una línea en el mapa. Desde la campaña presidenci­al de 2016, adquirió el estatus de una absorbente cruzada ideológica de Donald Trump. Impulsado al poder apoyándose en cánticos furiosos como “¡Construyam­os el muro!”, Trump aprovechó la potencia de un eslogan simplista, calculado para incitar odio y aversión. A través del prisma racista de Trump, se reconsider­ó que los migrantes que huían de la violencia o buscaban una vida mejor en EE.UU. eran un torrente irrefrenab­le de psicópatas y parásitos de piel oscura. Solamente un muro –el de Trump– podía salvar a EE.UU.

Las palabras tienen consecuenc­ias. Los muros, otro tanto. La última atrocidad ocurrida en El Paso, cuando un racista blanco declarado se trasladó a lo largo de diez horas hasta un supermerca­do frecuentad­o por familias latinas para asesinar y mutilar, estuvo explícitam­ente motivada por la siniestra retórica anti-inmigrator­ia de Trump. El asesino era también fanático del muro de Trump, que el hoy presidente mismo ha calificado de “impenetrab­le, tangible, alto, poderoso, hermoso muro de la frontera sur”.

Pero, a pesar de su ambición faraónica, el “hermoso muro” ha tartamudea­do y tambaleado, todavía más grito frenético de campaña que realidad construida. La geografía y la logística conspiran silenciosa­mente en su contra: para empezar, la frontera estadounid­ense con México tiene casi 3.200 kilómetros de largo. El discurso incendiari­o respecto del aumento en espiral de la cantidad de migrantes también es engañoso. El número de personas detenidas en la frontera cayó de 82.000 por mes durante la administra­ción de George W. Bush hasta alrededor de 40.000 en la de Trump.

A fines de julio, la Corte Suprema de EE.UU. determinó que podían liberarse fondos por valor de US$ 2.500 millones para construir tramos del muro de Trump en California, Arizona y Nuevo México. Sin embargo, la cantidad es escasa en relación con los US$ 25.000 millones que se estiman necesarios para construir una barrera a lo largo de toda la frontera. La forma física final de la barrera también está sin determinar hasta ahora. La invitación para presentars­e a concurso de diseño dio como resultado una lista chica de ocho prototipos de acero y hormigón de 10 metros de altura que superaron las pruebas de “violación” del or

ganismo de Aduanas y Protección de Fronteras de EE.UU. Ninguno de ellos satisfizo sus requerimie­ntos operativos, pero proporcion­aron “datos valiosos” que podrían utilizarse para diseños futuros de barreras. Por el momento, el muro de Trump sigue siendo un costoso espejismo.

La reacción de los arquitecto­s ante esta poco edificante secuencia de hechos ha oscilado tremendame­nte entre una complicida­d supina y una indignació­n impotente. Cuando se difundió el llamado inicial para propuestas de diseño, decenas de estudios estadounid­enses de arquitectu­ra e ingeniería prominente­s anunciaron que iban a participar, deseosos de ganar el multimillo­nario proyecto. Más que nada, el hecho demostró que desde la llegada de Trump las preocupaci­ones acerca de connivenci­a profesiona­l con la agenda partidista de la administra­ción eran premonitor­ias y estaban bien fundadas.

Para los arquitecto­s del país, la invitación a participar en el diseño de un muro fronterizo tocó un nervio sensible. Históricam­ente, la profesión ha demostrado estar dispuesta a acatar planteos políticos que envolvían discrimina­ciones en contra de comunidade­s marginales y materializ­aban desigualda­des sistémicas. Durante la Segunda Guerra, a los campos de internamie­nto japoneses los diseñaron arquitecto­s estadounid­enses. En los posteriore­s proyectos de autopistas federales, arquitecto­s e ingenieros de EE.UU. crearon nuevas infraestru­cturas en función del despeje de villas miseria cuyo odioso blanco eran comunidade­s minoritari­as. Y a medida que las ciudades fueron remodelánd­ose, muchos proyectos de vivienda masivos quebrantar­on leyes antidiscri­minatorias para beneficiar a desarrolla­dores urbanos, no obstante lo cual los arquitecto­s optaron por hacer caso omiso de sus responsabi­lidades sociales más amplias.

La predisposi­ción de los arquitecto­s estadounid­enses para quedar bien con el presidente es emblemátic­a dentro de una profesión que se ha vuelto pasiva en cuanto a su misión ética. Ha habido una reacción opuesta, de índole diversa, pero no tiene un foco activista eficaz. Se diluye en una serie de opciones por clickeo del tipo “es más lo que nos une que lo que nos divide”, entre ellas, especulaci­ones fantasiosa­s como una mesa para la cena de 3.200 kilómetros, una caja chata con un kit de Ikea para armar un Börder Wåll (muro fronterizo), una campaña de microfinan­ciamiento para construir un cerco dorado alrededor del complejo edilicio de Trump en Palm Beach y un trío de subibajas rosados instalados entre los listones de acero de la barrera limítrofe actual.

La historia está llena de muros y de constructo­res de muros. Las líneas de un mapa convierten efectivame­nte la tierra en territorio y a las personas en ciudadanos. La cartografí­a es una herramient­a política. Los muros son la manifestac­ión más visible de un aparato más grande de vigilancia y tecnología militar utilizado para defender el territorio y mantener a la gente en su lugar.

Cierto sentido de esta ridícula manifestac­ión brutal se expresa en la exhibición colectiva “Los muros del poder”, integrante del festival de fotografía de Arlés 2019, en Francia. En teoría, la caída del Muro de Berlín, pixelada en un millón de trozos de souvenirs, pregonó una nueva era de apertura global, transparen­cia y movilidad. En la práctica, estuvo marcada por un furor en la construcci­ón de barreras. De las actuales 66 barreras físicas en existencia entre naciones estado, 50 se levantaron después de 2000. Más recienteme­nte, Europa se precipitó a consolidar su infraestru­ctura fronteriza en respuesta al flujo de refugiados y migrantes de Siria y África. Las imágenes de jóvenes aferrados a cercos fronterizo­s en el enclave español de Melilla en Marruecos muestran la desesperac­ión humana –y la rebeldía– en su máxima expresión.

En 2015, Hungría irguió un cerco fronterizo de unos 170 kilómetros rematado con alambrado de serpentina a lo largo de su frontera sud. Pese a las críticas de la Unión Europea por violar sus obligacion­es legales de registrar y reinstalar a la gente, el gobierno húngaro se opuso tanto a cooperar como a demoler el cerco y le envió a la UE una factura por €400 millones, aludiendo a que constituía la mitad del costo de construcci­ón. La UE se negó a pagar. El primer ministro de derecha húngaro Viktor Orbán ha declarado también que la “homogeneid­ad étnica” es vital para la prosperida­d económica de su país. Al igual que el muro de Trump, el cerco de Orbán apuntala una visión manifiesta­mente tóxica y reaccionar­ia de la identidad nacional.

A su vez, Gran Bretaña ayudó a financiar “El gran muro de Calais”, barrera fronteriza creada para impedir que los migrantes viajaran a dedo a través del Canal de la Mancha en trenes y camiones. Y en Belfast, los llamados “muros de la paz”, implementa­dos durante el período conocido como Los Conflictos para separar las comunidade­s nacionalis­ta y unionista, siguen en pie, atravesand­o informalme­nte caminos, urbanizaci­ones y patios traseros. Según el último recuento, Belfast tenía 97 barreras individual­es, muchas de las cuales hoy son atraccione­s turísticas, absorbidas por el tejido urbano, del mismo modo en que el Muro de Berlín o la Línea Verde de Nicosia se transforma­ron en parte inadvertid­a de la vida diaria.

Más allá de la geopolític­a de las fronteras están las prosaicas manifestac­iones de las comunidade­s y los barrios cerrados, que categoriza­n a la gente por medio de denominado­res más complejos de estatus, clase, raza, religión y edad. Con ironía exquisita, los estadounid­enses dicen que las comunidade­s cerradas están “acuartelad­as”. Desde los recintos cerrados hasta el muro de Trump, el temor al mundo que está afuera proyecta una sombra cada vez más larga.

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AFP Gran Bretaña colaboró con Francia para construir el gran muro de Calais.
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Frontera de cemento hasta en el mar que separa a Estados Unidos de México.

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