NO SOLO TRUMP AMA LOS MUROS
La construcción de cercos de material para detener el paso de extranjeros se expande. A la iniciativa de EE.UU. se suman Hungría, Irlanda, Francia, España, Israel, y otros.
El muro de la frontera sud, como se lo conoce eufemísticamente, entre EE.UU. y México ha llegado a representar mucho más que una línea en el mapa. Desde la campaña presidencial de 2016, adquirió el estatus de una absorbente cruzada ideológica de Donald Trump. Impulsado al poder apoyándose en cánticos furiosos como “¡Construyamos el muro!”, Trump aprovechó la potencia de un eslogan simplista, calculado para incitar odio y aversión. A través del prisma racista de Trump, se reconsideró que los migrantes que huían de la violencia o buscaban una vida mejor en EE.UU. eran un torrente irrefrenable de psicópatas y parásitos de piel oscura. Solamente un muro –el de Trump– podía salvar a EE.UU.
Las palabras tienen consecuencias. Los muros, otro tanto. La última atrocidad ocurrida en El Paso, cuando un racista blanco declarado se trasladó a lo largo de diez horas hasta un supermercado frecuentado por familias latinas para asesinar y mutilar, estuvo explícitamente motivada por la siniestra retórica anti-inmigratoria de Trump. El asesino era también fanático del muro de Trump, que el hoy presidente mismo ha calificado de “impenetrable, tangible, alto, poderoso, hermoso muro de la frontera sur”.
Pero, a pesar de su ambición faraónica, el “hermoso muro” ha tartamudeado y tambaleado, todavía más grito frenético de campaña que realidad construida. La geografía y la logística conspiran silenciosamente en su contra: para empezar, la frontera estadounidense con México tiene casi 3.200 kilómetros de largo. El discurso incendiario respecto del aumento en espiral de la cantidad de migrantes también es engañoso. El número de personas detenidas en la frontera cayó de 82.000 por mes durante la administración de George W. Bush hasta alrededor de 40.000 en la de Trump.
A fines de julio, la Corte Suprema de EE.UU. determinó que podían liberarse fondos por valor de US$ 2.500 millones para construir tramos del muro de Trump en California, Arizona y Nuevo México. Sin embargo, la cantidad es escasa en relación con los US$ 25.000 millones que se estiman necesarios para construir una barrera a lo largo de toda la frontera. La forma física final de la barrera también está sin determinar hasta ahora. La invitación para presentarse a concurso de diseño dio como resultado una lista chica de ocho prototipos de acero y hormigón de 10 metros de altura que superaron las pruebas de “violación” del or
ganismo de Aduanas y Protección de Fronteras de EE.UU. Ninguno de ellos satisfizo sus requerimientos operativos, pero proporcionaron “datos valiosos” que podrían utilizarse para diseños futuros de barreras. Por el momento, el muro de Trump sigue siendo un costoso espejismo.
La reacción de los arquitectos ante esta poco edificante secuencia de hechos ha oscilado tremendamente entre una complicidad supina y una indignación impotente. Cuando se difundió el llamado inicial para propuestas de diseño, decenas de estudios estadounidenses de arquitectura e ingeniería prominentes anunciaron que iban a participar, deseosos de ganar el multimillonario proyecto. Más que nada, el hecho demostró que desde la llegada de Trump las preocupaciones acerca de connivencia profesional con la agenda partidista de la administración eran premonitorias y estaban bien fundadas.
Para los arquitectos del país, la invitación a participar en el diseño de un muro fronterizo tocó un nervio sensible. Históricamente, la profesión ha demostrado estar dispuesta a acatar planteos políticos que envolvían discriminaciones en contra de comunidades marginales y materializaban desigualdades sistémicas. Durante la Segunda Guerra, a los campos de internamiento japoneses los diseñaron arquitectos estadounidenses. En los posteriores proyectos de autopistas federales, arquitectos e ingenieros de EE.UU. crearon nuevas infraestructuras en función del despeje de villas miseria cuyo odioso blanco eran comunidades minoritarias. Y a medida que las ciudades fueron remodelándose, muchos proyectos de vivienda masivos quebrantaron leyes antidiscriminatorias para beneficiar a desarrolladores urbanos, no obstante lo cual los arquitectos optaron por hacer caso omiso de sus responsabilidades sociales más amplias.
La predisposición de los arquitectos estadounidenses para quedar bien con el presidente es emblemática dentro de una profesión que se ha vuelto pasiva en cuanto a su misión ética. Ha habido una reacción opuesta, de índole diversa, pero no tiene un foco activista eficaz. Se diluye en una serie de opciones por clickeo del tipo “es más lo que nos une que lo que nos divide”, entre ellas, especulaciones fantasiosas como una mesa para la cena de 3.200 kilómetros, una caja chata con un kit de Ikea para armar un Börder Wåll (muro fronterizo), una campaña de microfinanciamiento para construir un cerco dorado alrededor del complejo edilicio de Trump en Palm Beach y un trío de subibajas rosados instalados entre los listones de acero de la barrera limítrofe actual.
La historia está llena de muros y de constructores de muros. Las líneas de un mapa convierten efectivamente la tierra en territorio y a las personas en ciudadanos. La cartografía es una herramienta política. Los muros son la manifestación más visible de un aparato más grande de vigilancia y tecnología militar utilizado para defender el territorio y mantener a la gente en su lugar.
Cierto sentido de esta ridícula manifestación brutal se expresa en la exhibición colectiva “Los muros del poder”, integrante del festival de fotografía de Arlés 2019, en Francia. En teoría, la caída del Muro de Berlín, pixelada en un millón de trozos de souvenirs, pregonó una nueva era de apertura global, transparencia y movilidad. En la práctica, estuvo marcada por un furor en la construcción de barreras. De las actuales 66 barreras físicas en existencia entre naciones estado, 50 se levantaron después de 2000. Más recientemente, Europa se precipitó a consolidar su infraestructura fronteriza en respuesta al flujo de refugiados y migrantes de Siria y África. Las imágenes de jóvenes aferrados a cercos fronterizos en el enclave español de Melilla en Marruecos muestran la desesperación humana –y la rebeldía– en su máxima expresión.
En 2015, Hungría irguió un cerco fronterizo de unos 170 kilómetros rematado con alambrado de serpentina a lo largo de su frontera sud. Pese a las críticas de la Unión Europea por violar sus obligaciones legales de registrar y reinstalar a la gente, el gobierno húngaro se opuso tanto a cooperar como a demoler el cerco y le envió a la UE una factura por €400 millones, aludiendo a que constituía la mitad del costo de construcción. La UE se negó a pagar. El primer ministro de derecha húngaro Viktor Orbán ha declarado también que la “homogeneidad étnica” es vital para la prosperidad económica de su país. Al igual que el muro de Trump, el cerco de Orbán apuntala una visión manifiestamente tóxica y reaccionaria de la identidad nacional.
A su vez, Gran Bretaña ayudó a financiar “El gran muro de Calais”, barrera fronteriza creada para impedir que los migrantes viajaran a dedo a través del Canal de la Mancha en trenes y camiones. Y en Belfast, los llamados “muros de la paz”, implementados durante el período conocido como Los Conflictos para separar las comunidades nacionalista y unionista, siguen en pie, atravesando informalmente caminos, urbanizaciones y patios traseros. Según el último recuento, Belfast tenía 97 barreras individuales, muchas de las cuales hoy son atracciones turísticas, absorbidas por el tejido urbano, del mismo modo en que el Muro de Berlín o la Línea Verde de Nicosia se transformaron en parte inadvertida de la vida diaria.
Más allá de la geopolítica de las fronteras están las prosaicas manifestaciones de las comunidades y los barrios cerrados, que categorizan a la gente por medio de denominadores más complejos de estatus, clase, raza, religión y edad. Con ironía exquisita, los estadounidenses dicen que las comunidades cerradas están “acuarteladas”. Desde los recintos cerrados hasta el muro de Trump, el temor al mundo que está afuera proyecta una sombra cada vez más larga.