Revista Ñ

CRÓNICA DE UN INCENDIO OLVIDADO

Libros en llamas. La misma semana de la tragedia nuclear de Chernobyl, en 1986, el fuego arrasó con más de un millón de ejemplares en la Biblioteca Central de Los Ángeles. Una escritora ahora cuenta ese desastre.

- POR MICHAEL LEWIS

El 29 de abril de 1986, hubo un incendio en la Biblioteca Central, en el corazón de Los Angeles. Nadie murió, aunque 50 bomberos sufrieron lesiones y más de un millón de libros fueron dañados. El incendio no llamó tanto la atención en su momento, tal vez porque esa misma semana en Chernobyl, se derritió un reactor nuclear, generando a su vez un colapso en el mercado de acciones. El diario The New York Times no se tomó la molestia de mencionar el caso sino hasta después de que se hubiera apagado el fuego, y solo como una nota menor, en la página 14. Incluso después de que se barajara la posibilida­d de un incendio intenciona­l, y de que se identifica­ra un sospechoso, el incendio no ocupo un lugar importante en la imaginació­n pública. Se había tratado tan solo de uno de los tantos acontecimi­entos penosos del momento. Fue brevemente advertido y luego prácticame­nte olvidado. Lo que es más notable aun, nada ha ocurrido en los siguien

tes 32 años para destacar el interés evidente de este tema. Y sin embargo, Susan Orlean – que, en 1986, como casi todo el mundo, no se había percatado del incendio dentro de la Biblioteca Central de Los Angeles– ha escrito un libro entero sobre el tema.

Ha hecho antes cosas parecidas –famosament­e con El ladrón de orquídeas–. Spike Jonze se aprovechó de esto para hacer una película (Adaptation), que era fundamenta­lmente una sátira sobre Hollywood, pero también el planteo de que no había forma de convertir un libro de Susan Orlean en una película, a menos que uno tirara el libro y lo remplazara por una trama excitante más convencion­al. A lo que agrego: si uno piensa que El ladrón de orquídeas era difícil de adaptar al cine, que lo intente conLa biblioteca en llamas (Editorial Planeta). El evento más cinematogr­áfico que haya ocurrido dentro de la Biblioteca Central de Los Angeles parece ser este incendio, pero ni siquiera fue tan cinematogr­áfico, comparado con otros incendios. Después, el drama más atractivo fue el repetido esfuerzo por secar los libros. La verdad es que nadie debería tomar este material para hacer una película. Pero –y aquí está el misterio y el encanto de Susan Orlean– ha resultado ser un libro encantador. O más bien, dos libros. El primero es sobre el incendio –que, según Orlean, es probable que se haya producido de manera accidental–. Los provocador­es de incendios, explica, son a la vez extremadam­ente difíciles de atrapar y la gran mayoría de las veces son condenados de manera errónea. Más o menos uno de cada cien casos de incendio intenciona­l es procesado con éxito; al mismo tiempo, una cantidad sorprenden­te de personas ha terminado en la cárcel por un crimen que nunca cometió. En todo caso, en 1986 el incendio de la Biblioteca Central, y la investigac­ión trunca del mismo, terminó siendo un macguffin, un truco para llevar al lector a un tema sobre el cuál nunca se habría interesado: la historia y la vida actual de la Biblioteca Central de Los Ángeles. La mayor parte del libro consiste en leer a su autora caminando por el edificio de la biblioteca, observando y escuchando a la gente que se encuentra allí. “Mi héroe es Albert Schweitzer”, le dice uno de los biblioteca­rios, después de que ella le pregunta si le gusta el trabajo. “Él dijo, ‘la verdadera vida es cara a cara’. Pienso mucho en eso aquí”.

“Mis amigos creen que porque soy un biblioteca­rio lo sé todo –dice otro biblioteca­rio–. Estamos mirando los Juegos Olímpicos y de pronto me dicen: ‘Tina, ¿cómo es el puntaje en snowboard en los Juegos Olímpicos?’ O de la nada: ‘Tina, ¿cuánto tiempo viven los canarios?’”.

Eso es lo primero que le interesa a Orlean: cómo incluso en la era de Internet, la biblioteca pública sigue siendo el lugar al que la gente acude para responder sus preguntas más apremiante­s. La búsqueda no ha sido totalmente remplazada por un motor de búsqueda. Orlean encuentra extraños registros, realizados por los biblioteca­rios, de las cientos de preguntas que todos los días les hace la gente, desde todo el país.

“Llamada de cliente. Quería saber cómo se dice ‘la corbata está en la bañera’ en sueco. Estaba escribiend­o un guión”.

“Llamada de cliente, pregunta si es necesario pararse cuando el himno nacional

suena en la radio o en la televisión. Le expliqué que uno tiene que hacer lo que es natural, no forzado; por ejemplo, uno no se para cuando se está dando un baño, comiendo, o jugando a las cartas”.

“Cliente pregunta si la secretaria de Perry Mason, Della Street, se llama así por alguna calle, y/o si hay una calle que se llame Della Street”.

“¿Cómo puede ser que alguien llame para preguntar, ‘quiénes son más malvados, los saltamonte­s o los grillos?’”, se pregunta una biblioteca­ria, mientras cuelga el teléfono.

La biblioteca en llamas es sin duda un libro entero sobre una biblioteca. Lo sorprenden­te es que la biblioteca, aunque intrínseca­mente poco dramática, haya sido, casi desde su inicio, tan interesant­e para tantos personajes atractivos. Charles Fletcher Lummis es apenas un caso ejemplar. La Biblioteca Pública de Los Angeles había abierto en 1873. Al principio, las mujeres tenían prohibido entrar a la sala central, pero en 1885, cuando Lummis llegó a Los Angeles desde el Midwest, las mujeres administra­ban el lugar. Hasta ese entonces, él había sido

periodista, con un talento especial para llamar la atención –había caminado desde Ohio hasta California con calzones y medias largas de color rojo, y había escrito varias columnas contando el viaje mientras lo hacía–. Cuando llegó a Los Angeles, escribió que era “un lugar aburrido en donde vivían doce mil personas”, y luego se dedicó a hacerlo menos aburrido. Construyó un palacio privado de placer, empleó a una familia de trovadores, hacía las mejores fiestas de la ciudad, y aunque estaba casado, se acostaba aparenteme­nte con todas las mujeres que conocía. “La vida de Lummis no parecía llevarlo a convertirs­e en un biblioteca­rio”, escribe Orlean, y sin embargo así fue. El directorio de la biblioteca, argumentan­do la necesidad de que un hombre administra­ra el establecim­iento, despidió a las mujeres competente­s a cargo y las remplazó por Lummis.

De inmediato, Lummis se propuso mejorar el gusto de los ciudadanos de Los Angeles. Le pagó a un herrero para que hiciera un sello de hierro con una calavera y los huesos cruzados, con los que estampaba el

frontispic­io de los libros de “pseudocien­cia”. Después mandó a hacer etiquetas de advertenci­a para poner a los libros –su plan original era incluir un texto que dijera: “Este libro pertenece a los peores que conservamo­s en la biblioteca. Lamentamos que usted no tenga la suficiente inteligenc­ia para leer otra cosa”. (Al final lo convencier­on para que bajara el tono). Se dedicó a promover la biblioteca y promoverse a sí mismo, y buscaba convertirl­a en “un taller para crear literatos, para que venga cada aprendiz de pintor, o muchacho trabajador, o conductor de tranvía que pretendier­a aprender, tanto como los profesores de griego o los diletantes del arte”. Entrenaba a sus asistentes para ser “agresivame­nte útiles”, y les explicaba a todos que “los libros son lo último de lo que un ser humano puede prescindir”.

Al mismo tiempo, era indefendib­le como director de la biblioteca pública, por varias razones. Seguía acostándos­e con cada mujer que conocía. Uno de los trovadores asesinó a uno de los caseros. Al final –después de ejercer su enorme influencia en la biblioteca– ,fue despedido, ocasión por la cual escribió una airada cara a un amigo. “Recordarás que yo no fui una niñita graduada de la escuela de la biblioteca –escribió–. “Fui un literato y un soldado de frontera, y un hombre con dos puños, y fui hasta las raíces de la biblioteca afeminada, y en dos años la convertí en una “institució­n de carácter”, una biblioteca viril, de la que todos estamos orgullosos”.

En fin, uno puede hacerse una idea del personaje. Susan Orlean ha encontrado, una vez más, un rico material en donde nadie había buscado antes. Su libro es menos una historia directa que el ejercicio de explorar las intensas emociones que un tema le provoca. Una vez más, la autora ha demostrado que las emociones de un escritor, si se trata de un escritor lo suficiente­mente talentoso y sus emociones son suficiente­mente fuertes, puede ofrecer su propio drama. La verdad es que uno nunca sabe cuán seriamente pueden interesars­e en un tema, antes de que una persona como ella se interese tan seriamente en él.

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