Exotismo melancólico que apuesta por lo desconcertante
Daniel Guebel. Todo cabe en su novela: chinos remotos, amor y terror, el cosmos, el bien y el mal, y la tentación del infinito.
Daniel Guebel empezó a escribir su obra en un momento de la literatura argentina en el que el exotismo por la vía del oriente lejano tuvo un misterioso protagonismo. Y en el comienzo de Enana blanca aparece Chiang Kwai Feing, que en su lugar de astrónomo imperial, descubre el brillo creciente de la supernova SN 1572.
A partir de ese hecho, Guebel mezcla historia y fantasía y utiliza el escenario para plantear una serie de ideas e imágenes como si se tratara, más que de la escritura de una novela, de una historia desplegada en láminas.
En el primer capítulo, el celoso eunuco Gong Li descubre un poema de Chiang y supone, como en una versión china y medieval de Quémese después de leerse, una conspiración donde solo hay una declaración de terror y amor. El emperador, más sabio pero indiferente, le señala el exceso a su eunuco pero deja que mate a Chiang.
Lo que sigue a partir de ese momento es una concatenación de escenas plásticas, que por momentos mezclan una inverosímil reflexividad a la manera del marqués de Sade: Chiang, empalado y contabilizando los centímetros de tronco que entran en su cuerpo, piensa profundamente acerca de la naturaleza del mal, y acerca de la naturaleza de las fuerzas que componen el universo; la espía Mei Nung se traga una bola orgánica que se cae del cuerpo moribundo del astrónomo, y el dueto Emperador/Eunuco la hacen torturar para extraerle la verdad, cosa que solo su torturador obtiene antes de la sangrienta sesión y en la forma de un poema de diez páginas.
Todo ese juego de encastres y dibujos está animado por un tono melancólico relacionado con las ideas de extinción, de finitud e infinitud.
La Enana blanca es una metáfora de cualquier ser (Guebel llega a trazar una biografía intelectual y emocional de la estrella moribunda), los humanos que sostienen este drama amoroso/político están preocupados por la supervivencia y la muerte inminente, y el escenario cósmico que funciona como marco descomunal de las acciones amenaza la totalidad de las cosas con una absoluta insignificancia.
En esa infinitud que arrastra todo hacia la nada, parece sugerir Guebel a través de sus dos poetas condenados, la única fuerza secreta capaz de dotar de sentido el tránsito de los seres (como en la película El quinto elemento, de Luc Besson) es el amor: “Yo me salvaré/por la gracia del amor/ y si eso no fuera posible/Sé que hay otros universos/ Si dos se rozaron el contacto permanece/ y las partículas viajan/ A través de los espacios”.
Ese tierno e irrefutable lugar común aparece inserto en el medio de reflexiones abstrusas, elaboradas teorías sobre el arte (el torturador, Lun Pen, es una especie de Dr. Strange que reflexiona largamente sobre la relación entre arte y poder mientras obtiene sus máquinas a partir de una especie de magia interdimensional) y los largos poemas que tienen, también, su desconcertante versión china impresa: puede que para exhibir la materialidad de los poemas, o para reírse de nuestro desconocimiento del idioma (no hay tiempo para chequear si esos poemas están bien traducidos) o para estirar esta breve novela de amor abstracto mientras en el cielo las estrellas titilan en su indiferencia.