Radiografía de la militancia como sacrificio sádico
Ficción. Con una prosa de corte poético, Violeta Kesselman sale a la pesca de la historia, de la actualidad y de lo real.
En términos estéticos ¿fueron los años 90 lo último importante que pasó en la Argentina? La intelectualidad peronista afirmará que no, que los procesos que marcaron el rumbo de los años subsiguientes, a partir del milenio político que comenzó en 2001, impactaron también sobre el orden estético de las cosas. Hay un resto de la sociedad, sin embargo, compuesto por políticos, empresarios, miembros de la farándula, artistas visuales y críticos literarios, aferrado al postulado contrario, incluso a veces sin enunciarlo de manera explícita: fue durante los 90 cuando se configuró la última imagen concisa del país y nos aferramos a esa imagen como un zombie se aferra al cerebro carcomido de su víctima.
Los 90 parecen haber generado una imagen de densidad mórbida difícil de neutralizar. Ponerse a leer Morris, el último libro de Violeta Kesselman, es leer nada más y nada menos que esta misma dificultad, acompañada por un rimero de otras dificultades varias. Sus apenas 60 páginas funcionan de algún modo como una reafirmación del extraordinario Intercambio sobre una organización en el sentido de que ambos libros, cortantes y cortísimos, responden de manera recursiva al mismo guión formal y temático.
En cuestiones de estilo tanto Morris como su antecesor refieren al sistema literario que se consolidó desde la poesía noventista (en particular la voz del Martín Gambarotta tardío como un centro de gravitación serio), pero ahora compactando los versos en bloques de hormigón modernista. De la misma forma, los casos narrativos que ambos libros presentan tienen que ver con la militancia planteada como lo opuesto a la felicidad ingenua.
La vida de estos personajes militantes es una vida tan tortuosa como la realidad material que intentan afectar a través de sus prácticas sociales; la prosa también es maciza, real como puede serlo una goma pinchada en un camino de barro del distrito más pobre de la zona oeste bonaerense. Kesselman retoma el rigor lírico de los 90 para hablar, en carne propia y pragmáticamente, sobre la vida militante como un espacio sin margen para la idealización de lo político.
En estas horas largas no hay favores ni demagogia, hay lapiceras que se quedan sin tinta en el peor momento posible y la certeza de que en la acción se está ayudando a alguien. La militancia es entonces una dimensión de sacrificio que bordea muchas veces el sadismo autoimpuesto, algo parecido a lo que sucede cuando uno se sienta a escribir o cuando el lector se adentra en este libro. Entre todas esas dificultades, la síntesis que con inteligencia se propone en Morris sirve para descifrar la prosodia de lo actual-real, entendido no ya como un desierto sino más bien como un pantano: un lodazal de herencias políticas y estéticas en el que las cosas avanzan con una lentitud exasperante.