ANDAR A FUERZA DE VACILACIONES
Entrevista. Inés de Oliveira Cézar estrena Baldío, la última película protagonizada por Mónica Galán, sobre las secuelas que produce la adicción en los seres queridos.
Después de su paso por el Bafici en la sección Noches especiales, se estrena el nuevo filme de Inés de Oliveira Cézar. La película está cruzada por un aire fúnebre involuntario pero ineludible: Mónica Galán, que interpreta a la protagonista, falleció después del rodaje, en enero de este año. Baldío sigue a una mujer enfrentada a una situación que la desborda: como en otras películas de la directora, el drama funciona como un puntapié que permite explorar zonas grises del relato privilegiando la incertidumbre y la inquietud por sobre los estallidos narrativos.
–¿Cómo surgió la idea de la película?
–La idea surgió de Mónica Galán, que siempre tenía un montón de proyectos. Era una persona que estaba siempre leyendo y con ideas para escribir. Había algo que me interesaba mucho contar que era el proceso que atraviesa una madre cuando tiene un hijo adicto. Ese hecho es muy difícil de definir previamente: hay que meterse y entender el tránsito, que está marcado por una gran impotencia, por un gran amor, con momentos de mucha bronca. Es una situación en la que la madre no puede bajar los brazos, pero de la que tampoco tiene la solución. Es un lugar imposible.
–¿Cómo trabajaste el vínculo entre la madre y el hijo?
–A Saula Benavente, la guionista, y a mí nos interesaba correr el eje desde el que se encara en el cine y la televisión esta problemática. El eje está en general muy situado en el héroe. Nosotras sentíamos que todo lo que rodea al adicto, que es enorme y muy difícil, tenía que contarse de alguna manera.
–La incertidumbre de la protagonista se juega mucho en la manera en que decidís narrar la historia: solés dejar afuera los momentos más estridentes del relato y se ve mucho la anticipación, la espera, a veces aparecen los efectos de algo que ya ocurrió (pero que no se mostró). Esto es algo que está en tus otras películas,
también. Como si te interesara saber lo que pasa en esos momentos más descriptivos y dejaras de lado los nudos de la historia, algo en lo que se enfoca el cine que narra la degradación del adicto, muchas veces regodeándose.
–Es que, como yo quería contar lo que le pasaba a la madre con eso, si me detenía en los detalles más desagradables del relato exisEstudió
tía el riesgo de hacer una película repleta de golpes bajos. Era inevitable. Ni a Mónica, ni a Saula ni a mí nos interesaba que la narración se nos fuera para ese lado. Lo que queríamos contar era mucho más sutil y más inquietante: vivir en esa incertidumbre, en esa inexactitud de qué es lo que va a pasar después. Ese era claramente el eje de nuestro relato. Teníamos muy claro de qué queríamos hablar. Tratamos de eludir todo lo otro pero sin quitarlo, de una manera que permitiera seguir pensando y viendo lo que le pasaba a la protagonista.
–¿Filmar en blanco y negro fue un cambio grande?
–Ya había hecho Guillermina P, que era un corto en blanco y negro. La verdad es que no me modificó en nada la manera de filmar: diría que me siento mucho más a gusto que con el color. Creo que los matices se aprecian de otra forma. De todas maneras, siempre que filmo en color lo trabajo desde un punto de vista que no es muy realista. Hay algo del ambiente, del clima, que termino en el tratamiento de color posterior. Siento que el total realismo que me brinda el color coloca el relato en un lugar demasiado directo; para mí el relato empieza a tomar fuerza cuando hay un pequeño corrimiento, porque en definitiva es un relato, no es un informativo, no es un reality. El blanco y negro me previno contra el realismo del golpe bajo.
–En Extranjera, Casandra, La otra piel, ahora Baldío, hay una centralidad de los personajes femeninos y su punto de vista. ¿Creés que se puede hacer un cine feminista (o, en todo caso, que dé cuenta de una experiencia de la mujer) sin que haya grandes proclamas o que se hable explícitamente del tema?
–Totalmente. Mi cine siempre giró sobre la mirada que tiene la mujer y sobre la dificultad de poner de manifiesto ciertas cuestiones. Esto fue siempre así, mucho antes de que se volviera tan visible el feminismo. O sea que, para mí, no hay ninguna novedad: a mí siempre me pasó de esta manera. No sé si llamarlo cine feminista, porque ahora hay un lío con esas palabras que ni te cuento. Yo prefiero hablar de género, que me parece que es lo justo. Todo tiene que ver con la igualdad de derechos y con que la mirada de la mujer se visibilice, una posibilidad que durante mucho tiempo no estuvo.
–Y también es recurrente el motivo de mujeres que se preparan para viajar a lugares misteriosos, que no conocen. Brisa va a buscar a su hijo a casas abandonadas habitadas por adictos. –Ella tiene que ir a lugares que le generan una incertidumbre total, en los que no sabe cómo manejarse, no conoce los códigos, si tiene que tener mucho o poco miedo. Brisa no saber qué hacer. No lo había pensado así, pero sí: en mis películas siempre hay mujeres que van a lugares inciertos. –Aparece Rafael Spregelburd, que una vez más es el encargado de disparar la cuestión de la ficción dentro de la ficción: en La otra piel estaba ensayando La terquedad, su propia obra, y acá es un director de cine. ¿Qué te interesa de ese tema?
–Me interesa mucho. Creo que cuando prendés la cámara, aunque hagas un documental, ya estás produciendo un relato, y todo relato tiene un elemento ficcional: ponés la cámara y el encuadre que le das a las imágenes es tuyo, es tu encuadre. Toda esta idea de querer separar la ficción de lo documental me pone foucaltiana, en el sentido de que él dice que no es historiador, que él hace ficción, escribe. Además, me pasa que cuando filmo siento el rodaje como un documental de mi propia realidad. Eso me divierte mucho y me gusta compartirlo para poder ver las cosas con un poco más de ironía, con un tono un poco más inteligente. Es como una suerte de chiste que me hago a mí misma.