Hacia otro punto de vista
Baldío puede verse como una especie de pietá puesta en relato: una madre trata infructuosamente de sostener sin éxito a un hijo adicto que no hace otra cosa que hundirse. El chico se perdió, está lejos del alcance de cualquier tratamiento o ayuda, es un cuerpo que se mueve solo en busca de sustancias o de bienes que le permitan conseguirlas y que aparece de tanto en tanto por la casa de la madre para pedir plata o robar objetos de valor. Brisa tiene que irse de una filmación: la llaman por teléfono para decirle que encontraron al hijo viviendo en la calle. Hasta acá, la premisa no promete nada muy nuevo, el espectador incluso podría prepararse para una probable seguidilla de miserabilidades. Pero Baldío hace otra cosa: toma el tema de la adicción y lo da vuelta asumiendo el punto de vista de Brisa y la sigue en sus esfuerzos inútiles para contener la veloz degradación del hijo. No se trata, entonces, de contar una vez más la épica personal del enfermo que lucha contra sí mismo, sino de narrar las secuelas que produce la adicción en los seres queridos.
La película adquiere rápidamente un aire contemporáneo: a la directora no le interesa tanto el drama de su protagonista como la incertidumbre que se instala en ella. Lejos de las desgracias que golpean, por ejemplo, a la familia de Beautiful Boy (con otro padre que asiste impotente a la transformación del hijo), Baldío evita esos lugares dramáticos. Al igual que en otras películas de Oliveira Cézar como Cassandra o La otra piel, acá también se abandona el vértigo del relato por la perplejidad de la exploración: Baldío acompaña a su protagonista y la observa extrañada, como si el estado de vacilación que habita el personaje contaminara a su vez a la película toda. Como si la directora creyera que tiene que hacerse responsable de una voz, pero dejando de lado los dispositivos narrativos habituales y, en su lugar, optara por trasladar la incertidumbre del personaje a la puesta en escena.
En Baldío, la directora vuelve sobre un proyecto cinematográfico propio que supone tomar a su cargo el punto de vista de mujeres que se dirigen voluntariamente hacia territorios desconocidos, un gesto vital en el que pareciera jugarse una estética de la deriva. El derrotero del hijo empuja a la madre a visitar lugares insospechados como casas desvencijadas que son apropiadas clandestinamente por bandas de adictos, hospitales y clínicas. Brisa se transforma en un personaje de alguna manera vaciado que responde ciegamente a los impulsos que le llegan del exterior. Las desapariciones frecuentes del hijo la arrastran fuera de su trabajo como actriz y de las certezas del rodaje, un espacio atravesado por conflictos claros, nítidos, que funciona como contraste del desconcierto que rodea al hijo y su vida en la calle, de la que nada se sabe.
Las discusiones entre el director, su asistente y el resto del equipo resuenan como el eco distante de un mundo perdido, un universo familiar hecho de preocupaciones laborales y artísticas del que Brisa parece haber sido decididamente expulsada. La última escena de la película concentra en pocos minutos la situación de la protagonista: es el brindis de fin de rodaje, todos hablan, ríen y pasean por la terraza. En un largo plano secuencia, Brisa solo atina a abismarse en sí misma, a mirar hacia afuera del encuadre quién sabe hacia dónde.