Un destino pendular
A propósito de la crónica “¡Yo viví en la casa de Deleuze!”, publicado en Ñ #827:
Qué mal suenan los personajes de barrio escritos desde la mentalidad Country Club, o Sorborna que soborna a lo perfume. Dicho esto, generalmente son los que más venden; todo un tubo de ensayo sociológico del porqué vivimos atrapados en superfluas aspiraciones siquiera nuestras, en vez de alimentarnos con realidades a abrazar y resolver, en un verdadero “territorio” propio, desde donde construir, en vez de destruir libros si no venden lo suficiente, para patéticamente parecerse a ejecutivos cool de series torteras, sobre mercados nada que ver con nuestras necesidades. De paso, lo hacen para salir rajando de una “cartografía” propia (je je), para asfixiar, acorralar esa palabra al uso del colono francés contento, perrito jadeante, repetirla a lo ametralladora para lucirse a lo pavote, a lo esclavo que sin suficiente estudio logra pasarla por intelectual chic y merecer la legión de honor. Nuestro “territorio” y “cartografía”, nuestra verdadera “bitácora”, y todos esos términos que pasaron a ser contraseñas de una película cómica de agentes secretos seudo intelectuales, son en lo vernáculo muestra de la más paralizante, narcisista, miope, sumisa, jíbara reducción encefálica que mantiene en el congelador un propio, legítimo porvenir intelectual. Tenemos mucho, muchísimo para dar si nos reconocemos, e interpretamos por nosotros mismos en vez de invertir en feticherías. Pero cualquiera se dedica a despreciar, o mitificar boludeces, mal traducir, falsificar nuestra realidad por una galletita europea hasta que la papas queman, y se preguntan: ¿Por qué nos vuelve a pasar lo mismo? ALEJANDRO AGRESTI