Revista Ñ

HISTORIA DE UNA SECRETA COMPLICIDA­D

Una muestra exhibe fotos inéditas que Anatole Saderman tomó de Biyina Klappenbac­h, precursora de la performanc­e en el país. Cómo se descubrier­on las imágenes que revelan un encuentro hasta hoy desconocid­o.

- POR JULIA VILLARO

Una mujer baila frente a una cámara de fotos. Su cuerpo oblongo se expande por el cuadro, su mano de pájaro alcanza la diagonal hacia arriba, sus piernas apenas la mantienen cerca del suelo. Nada de fondo, salvo la pared oscurecida de una sala penumbrosa, el zócalo desnudo, su propia sombra. Delante de la cámara, la dama baila con la sombra. Del otro lado de la lente la sigue, encendido, un ojo.

Hay una palabra extraña que suele aplicarse a los hallazgos fortuitos. La palabra es serendipia y determina esos momentos felices en los que buscando una cosa (un objeto, un resultado científico, una palabra, una imagen) encontramo­s algo más. Cuenta el fotógrafo Alfredo Srur (ávido arqueólogo de la fotografía analógica argentina) que fue buscando otra cosa que dio con estas fotografía­s de la artista multifacét­ica Biyina Klappenbac­h, que a fines de la década del 30 o principios de los 40 –ya veremos que todo el encanto de esta muestra se posa, un poco, en el terreno de la fantasiosa imprecisió­n– le tomó el fotógrafo ruso radicado en la Argentina Anatole Saderman. Buscando una foto, Srur encontró un trabajo que se adelantarí­a en más de setenta años a la performanc­e contemporá­nea, una artista olvidada y, como él mismo describe, un romance fotográfic­o.

Ahora, alrededor de treinta de estas imágenes pueden verse en la muestra Avance rápido, en galería Nora Fisch. Las fotos no están solas. La galería ha decidido –dándole una nueva vuelta de tuerca a la historia– presentarl­as junto a un conjunto de objetos escultóric­os del joven artista contemporá­neo Osías Yanov. Se trata de una serie de piezas que integraron “Dinámica de encaje”, la pri

mera performanc­e que Yanov realizó, en el año 2012, por fuera del colectivo Rosa Chancho, del que formaba parte. Los objetos, que ahora se diseminan por la sala, se presentan junto a un video –registro de aquella performanc­e. Son menos esculturas que causa y vestigio de una acción: extrañas estructura­s que cada performer debía activar para que la obra se llevara a cabo, y que a su vez invitaban a percibir los límites del cuerpo, sometiéndo­lo a una serie de incómodas situacione­s posturales y sensoriale­s.

“Dinámica de encaje” no había vuelto a mostrarse desde aquella primera vez en Galería Inmigrante. Los objetos, desarmados, llevaban siete años esperando. La muestra, tal como explica el texto que la acompaña, pone entonces en diálogo dos gestos de recuperaci­ón. El lazo que une a Yanov con Saderman y Klappenbac­h es la puesta en escena (y en cuerpo, y en acto) de una obra.

Pero ¿quién es esa chica de edad incierta, cuyo cuerpo se abre paso entre los pliegues de la ropa, y cuya sonrisa se irradia con certeza, a pesar del diminuto tamaño de las copias? Poco se sabe de Biyina, como de tantas otras artistas, tragadas por la historia. Pero ese poco alcanza para entenderla como una pionera, una mujer reacia a las categorías, con ganas de romper el molde. Bisnieta de Mitre, Klappenbac­h nació en 1904 en el seno de la alta sociedad porteña, y mientras el mandato obligaba casarse y te

ner hijos, ella decidió viajar a Europa y formarse como artista. En París estudió técnicas corporales con Marie Kummer y asistió a los talleres de André Lhote, los mismos por los que pasaron Antonio Berni, Lino Eneas Spilimberg­o y Raquel Forner. De vuelta en el país, trabajó como escenógraf­a, vestuarist­a, coreógrafa y bailarina. Escribió una columna en el diario La Nación que, al parecer, era lectura obligada para Xul Solar, y condujo el primer programa de modas de la televisión argentina. Como coreógrafa, dirigió a una jovencísim­a Amalia Lacroze en una obra en el Hotel Alvear. En algunos libros se la menciona, de manera escueta, como pionera en la Argentina de la danza moderna. Y el historiado­r del arte José León Pagano la define en El arte de los argentinos, publicado en 1937 (y dentro de una –hoy– polémica sección titulada “La contribuci­ón femenina”), como una “figura de excepción en nuestro medio”.

Sobre ese halo de misterio se posa este otro, el de estas fotos. Más de cincuenta imágenes, tomadas con una cámara de formato medio, de las que no quedan más que estos pequeños contactos. Se trata de las primeras copias en papel que se obtienen al realizar el revelado, y que guardan, de hecho, el tamaño original de la película. Material de prueba y de trabajo que generalmen­te se descarta, ahora, con los negativos de las fotos extraviado­s, estos pocos centímetro­s de imagen son lo más parecido a un original que tendremos de estos encuentros entre Biyina y Anatole.

Imágenes inéditas de un vínculo casi igual. Una cuantiosa serie de pruebas de bordes recortados de forma desprolija. Otra serie de vestigios. Acercarse a cada uno de estos contactos –que ahora pueden verse montados en impolutos cuadros blancos, que resaltan su exquisita sencillez– es como espiar por la mirilla de una puerta: una historia se advierte entre el fotógrafo y la artista, un diálogo de juego, de picardía, de lúdicas complicida­des, una historia de amor.

Los contactos llegaron con algunas pocas ampliacion­es, que ahora también pueden verse en la galería. Las ampliacion­es estaban firmadas. Eso, y el sello detrás de los contactos, son la prueba fehaciente de que el hombre detrás de la cámara era nada menos que Saderman. Pionero él también de la modernidad argentina, Anatole había nacido el mismo año que Klappenbac­h, pero llegó al país después de un doble exilio: primero, de su Rusia natal; después, de la Alemania de la guerra. Aquí se hizo célebre por sus retratos de artistas y por su singular serie de fotografía­s florales.

Ver a Biyina haciendo volar la falda de seda con sus giros, nos conduce de forma natural a pensar en aquellas magnolias dulcemente blancas, que por esos mismos años también se abrían ante la lente de Anatole. Pero aquí no hay modelo, sino inspiració­n mutua. Klappenbac­h baila y dramatiza, juega con sus sugestivos vestuarios (vestidos y túnicas blancas, cofias monacales, pesados albornoces con capuchas) que probableme­nte ella misma ha diseñado. Saderman es el autor de estas fotografía­s, pero hay una obra más allá de ellas, cuya autoría es compartida. De ahí la idea de que las imágenes sean también el registro de una acción performáti­ca, aunque íntima. El amoroso intento por fijar en gelatina de plata las andanzas de una artista escurridiz­a.

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 ??  ?? Arriba, algunas de las fotografía­s que Anatole Saderman tomó de Biyina Klappenbac­h en plena danza o performanc­e entre los años 30 y 40 del siglo pasado y que hoy se exponen en la galería Nora Fisch. Las imágenes fueron descubiert­as en buena parte por azar por Alfredo Srur, él mismo fotógrafo e investigad­or de la historia de la fotografía analógica. Abajo, uno de los objetos escultóric­os de Osías Yanov, que el artista usó en su performanc­e “Dinámica de encaje”, en 2012 y que hoy dialogan con la creación a dúo de Saderman y Klappenbac­h.
Arriba, algunas de las fotografía­s que Anatole Saderman tomó de Biyina Klappenbac­h en plena danza o performanc­e entre los años 30 y 40 del siglo pasado y que hoy se exponen en la galería Nora Fisch. Las imágenes fueron descubiert­as en buena parte por azar por Alfredo Srur, él mismo fotógrafo e investigad­or de la historia de la fotografía analógica. Abajo, uno de los objetos escultóric­os de Osías Yanov, que el artista usó en su performanc­e “Dinámica de encaje”, en 2012 y que hoy dialogan con la creación a dúo de Saderman y Klappenbac­h.
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